Gregorio

Carlos Rodríguez Mayo
Tengo un alumno en segundo de bachillerato que padece un mal degenerativo. Cada día lo veo llegar en una furgoneta especial, sentado en silla de ruedas, y luego contemplo cómo lo suben por la rampa y cómo lo meten en el ascensor para después llevarlo a sus clases. A él, creo, le gusta mucho el instituto. En su rostro alargado destaca el filo cortante de su nariz y unos ojos pequeños y brillantes, hundidos como plomos en sus cuencas. Sus piernas y sus brazos son finísimos, puro pellejo sobre el hueso, lo mismo que su tronco esquelético, que está siempre disfrazado bajo la camiseta blanca del Madrid. Según me cuenta su madre, el uso de este atuendo no tiene nada que ver con mi vocación blaugrana, sino que es más bien el resultado de una afición a los deportes tan intensa, que su vida hasta ahora se ha regido por las fechas de algunas grandes gestas deportivas. En efecto, parecerá extraño contarlo así, pero él se quedó tetrapléjico el día en que Fermín Cacho ganó su medalla de oro, se quedó ciego cuando Indurain se bajó de la bicicleta, perdió el control sobre sus cuerdas vocales al tiempo que el Madrid conseguía su octava copa y el de sus manos justo el mismo día en el que se le estropeó el coche a Carlos Sainz. Teniendo en cuenta que sólo deletreando para ir componiendo paso a paso una palabra puede comunicarse con nosotros, el claustro de profesores ha decidido prohibirle que pregunte nada en clase y ha adquirido la obligación de grabar los contenidos en cinta magnetofónica, dado que el oído es, junto al tacto, la única vía de relación con los demás que aún le obedece. Naturalmente es opcional lo de limpiarle con un kleenex esa baba reseca que se le pega a la boca o lo de aprender a disponer sus cuatro huesos en la silla de ruedas, cuando se escurre. Muchas veces he pensado en que podría darle un achuchón, como hace la profesora de gimnasia, o en rozarle con la mano su cabeza de cepillo, como hace el secretario. Sé que a él le gustaría, pero a mí no me sale espontáneo, así que no lo hago. En todo caso, lo importante es que no nos llevamos mal. Él me presta toda su atención mientras explico y yo disfruto atizando la vieja rivalidad de nuestros clubes. Si le pillo con el cuidador por los pasillos aprovecho para meterme con Figo o con Raúl y él se lo ríe entre extraños alaridos y alarmantes convulsiones, pero no cede ni un ápice. Su rendimiento ha mejorado. Ayer le puse un test de Geografía y estoy francamente sorprendido. No contaba con la idea de que las cordilleras y los ríos alimentaran su imaginación con tanta fuerza. Al final creo que le va a caer un notable. Podría ponerle más, pero antes tengo que lograr que abandone esa sonrisa, cada vez que pierde el Barça.

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