La impostura creativa o el grito silencioso


Elena Galiano
Lleva mi voz silencio, lleva vida
Oculta en lo que ocultan las palabras.
La luz en el tintero está escondida
Y con mentiras la verdad manchada.

Perdida en las arrugas de la risa,
De muerte malherida llevo el alma.
Soy tránsfuga de noche adormecida,
Circundo el día en sol amortajada.

Al dictado escribo de la luna
Palabras sin sentido y sin aliento
Y no puedo acordarme de ninguna

Pues con tinta invisible se escribieron.
Y paso el día envuelta en la negrura,
Revestidos de blanco los silencios.

Un gato desplumado en mi nevera.

Teresa Iñesta
Un gato desplumado en mi nevera.
Desplumado, has oído bien, y poco había que hacer. 
El año pasado, tras una larga y absurda discusión familiar, mi padre se empeñó en intentar hacernos pasar las mejores navidades de nuestras vidas. No fueron las mejores…pero sí las más curiosas. Todos los años, para solidarizarnos con las familias más pobres de la ciudad, solíamos acercarnos al comedor social y pasábamos al menos una de las comidas familiares típicas rodeados de simpáticos (a veces no tanto) vagabundos. Mi abuela compraba un caballo viejo en la Gran Granja, lo subía en su bicicleta y tras lucirlo con orgullo por las principales calles de nuestro barrio (megáfono en mano) lo llevaba al comedor, donde era cocinado y servido. 
Cada año al llegar Julio, y con él los principales festejos, las calles se llenaban de luces de colores. También era la época de migración de búfalos lo que hacía algo más difícil el andar con los tractores por las calles (de ahí que mi abuela transportase al caballo en bicicleta). Era una época que a todos gustaba porque nos transmitía alegres pensamientos y sensaciones. Nos recordaba que estábamos en una época acertada y que teníamos suerte de estar vivos. 
Fue el año pasado sin embargo cuando cambiaron algo las cosas. A pesar de que igualmente las calles brillaban y los búfalos corrían de un lado a otro. Para mi familia fue una rara época. Mi padre, siguiendo su propósito de mejorar las fiestas, trajo a casa al que sería el desastroso próximo protagonista de las navidades que ya se nos echaban encima. Era un gato que tenía como fin unir aun más a la familia. Era de raza desconocida, con dos grandes ojos ambarinos, y una larga cola bien surtida de plumas de todos los colores. Le llamamos Pavo. 
Rápidamente todos le cogimos cariño (todos salvo mi abuela, que por alguna razón que nadie todavía comprendía, le guardaba cierto rencor). Así que el gato cumplía de momento su cometido. 
Esa vez, escogimos como fecha para comer con los mendigos el día 20 de Julio, el más importante (por ser el día en el que según la tradición, el unicornio sagrado condujo al elegido hasta el río mágico, donde se convirtió en sacerdote.) El caso es que como todos los años, mi abuela había salido con la bicicleta en busca del mejor caballo viejo. Para su ‘’desgracia’’ se los habían llevado todos así que tuvo que conformarse con 25 gallinas narcotizadas, que habían usado el pasado año para experimentos científicos. 
Como siempre mi abuela se encargaba de preparar el suculento menú y aquella vez también lo hizo. 25 hermosas gallinas para 30 vagabundos hambrientos y una familia de clase media formada por 6 personas que bien comían. Mi abuela precavida pensó que no sería suficiente, así que decidió guardarse un as en la manga por si las moscas. O esa fue en aquel momento su explicación, aunque yo creo que porque no se le ocurrió otra mejor, para explicarnos el porqué de mi adorable gato, desplumado en la nevera de un comedor social. 
Aunque intentamos descongelarlo antes de que mi abuela llegase, el gato estaba ya bien muerto, y no hubo manera de resucitarlo. Lo cierto es que a pesar de que en un principio me sentí algo afectada por la pérdida, poco a poco fui atando cabos y comprendí a mi abuela. Estaba bastante claro su comportamiento. Ella odiaba a Pavo desde el primer día porque su llegada no le había traído más que alergias y la imposición de una serie de hábitos que ella no estaba dispuesta a asumir, como otorgarle en ofrenda un tercio de nuestra comida y esas cosas normales que requiere el buen cuidado de un gato en condiciones. En fin, que el gato murió congelado y a mi abuela simplemente la comprendimos.

Las pijas ya no quieren borrachos

Claudia García González
Recuerdo el verano de mi llegada a Cantabria. Yo venía de un pequeño pueblo de la Rioja, donde todos conocían a todos y el mayor entretenimiento que los jóvenes conocíamos era el viejo billar de la taberna. Aquel año había cumplido 21 años, y mi espíritu de aventurero me llevo hasta la capital del norte, donde pensaba buscar un trabajo y empezar una nueva vida. No es que la mía estuviese mal del todo, pues el negocio familiar, que consistía en un pequeño viñedo, daba lo suficiente para que yo viviese a la muerte de mis padres. ero eso no era lo que yo quería Lo que mas deseaba era vivir junto al mar, en el bullicio de la cuidad, salir y divertirme con mis amigas, las cervezas y disfrutar de mi juventud. Pero ante todo, lo que quería era encontrar a una chica especial. Y el hecho es, que aquel asunto no tardaría mucho en resolverse.
Llego julio, caluroso y dulce, e inundo la ciudad de un ambiente fiestero y de muchas borracheras. Aquella noche tocaba el Haddock, un pequeño bar donde nos reuníamos a la caza de mujeres guapas mientras nos fumábamos algún que otro canuto. Recién acabábamos de llegar cuando entraron por la puerta dos chicas, amigas intimas, pero totalmente diferentes a la vista. La primera, rubia y bajita, con unos mofletes dignos de la Vega de Pas y un culo que, al contrario, denotaba haber caminado poco monte. Tenia la mirada huidiza, como si hubiese acabado allí por un garrafal error del destino, y miraba la sucia barra con aprensión como deseando esfumarse lo antes posible. La segunda en cambio parecía estar totalmente en su elemento. De rizos morenos que enmarcaban su perfilada cara, vestía unos ajustados Levis, a sabiendas de que se lo podía permitir. No iba ni muy arreglada ni muy maquillada, pero su aspecto indicaba que no le faltaba el dinero.
Ambas se dirigieron a la barra, una mas segura que otra, y se pidieron un par de cervezas con tequila. Acto seguido, ocuparon el gran billar del fondo, donde entre risas, intentaban ligarse al motero que jugaba al lado, con su chupa de cuero y su cigarrillo ladeado. Nada mas ver esta escena pensé "Esta es la mía menuda desesperada. Seguro que si me la camelo un poco con un par de chupitos, esta noche cae". Pero qué confundido estaba, pues aquella fue el principio del final. Comenzamos a salir en Agosto, y era evidente que estábamos enamorados. Nos comíamos a besos en cualquier esquina, sin importarnos lo mas mínimo a quien escandalizásemos. Ella era hija de papa, mas concretamente de un empresario venido a más, que lucia un rancio abolengo y algún que otro millón en su cuenta corriente. Yo, en cambio, hijo de pueblerinos, trabajaba en una fabrica de alambres, donde ganaba mi pequeño sueldo para poder comer y colocarme los fines de semana.
Así transcurrieron dos años, entre idas y venidas, fiestas y mucha droga. Acabamos enganchados a todo tipo de mierdas, y no nos importaba terminar borrachos un lunes a las seis de la tarde. Pero no nos importaba, por que nos teníamos el uno al otro. O eso creí yo.
Una tarde (no recuerdo de que mes) llovía a cantaros en la pequeña cuidad. Estábamos metidos en mi piso, colocados hasta las cejas y con una botella de vodcka por desayuno. Comenzamos a hablar sobre el programa famosillo de turno, donde los concursantes se dedicaban a responder preguntas de genios a cambio de premios para estúpidos, el presentador, con una corbata amarilla a juego con su sonrisa, preguntaba acerca del descubridor de la penicilina. "Fleming, respondí yo" y ella, entre risas, aseguro "Idiota, todo el mundo sabe que fue Pascal". Así de estúpido fue el comienzo de nuestra discusión en la cual, mas borrachos de lo que deberíamos empezamos a insultarnos y lanzarnos feas acusaciones. Acabo con ella marchándose por la puerta, con sus rizos negros desechos y un tacón del zapato roto.
La verdad es que no fui a buscarla, y no por que no quisiese, si no por que al intentar levantarme vomite en el feo paragüero, y acto seguido me desplomé sobre la alfombra.
No sé cuantos años han pasado desde entonces, quizás pocos o quizás miles. Pero nunca termine de sacarme aquella espina del corazón Realmente creí que jamas se volverían a cruzar nuestros caminos, hasta que el anterior fin de semana, el destino me dio con todas sus fuerzas en las pelotas. Acababa de salir de la fabrica, haría un par de horas, y unos amigos y yo, habíamos empezado ya con el whisky en el bar de turno. Hacia un frío que pelaba, pero nosotros no lo sentíamos lo mas mínimo y nos dedicábamos a chillar y canturrear gilipolleces tirados en un potroso banco. Mire a la parada de autobús frente a mi, queriendo buscar algún pobre chaval desprevenido del que reírme y con suerte, lo suficientemente idiota como para desafiarme. Pero para mi sorpresa lo que vi me quito las ganas, y de paso, el color de la cara. Sentadas estaban dos chicas, como antaño, una rubia y otra rizosa y morena. La rubia no tendría mas de veinte años, arreglada para salir de fiesta y con los dedos helados pegados a un teléfono móvil. Y la morena, la morena en fin, no me costo mucho reconocerla. Estaba vieja, algo ajada me atrevería a decir, y su cara me decía que los antiguos vicios no habían cambiado lo mas mínimo. Parecía agobiada, con su cigarrillo de liar entre los dientes y con cara de nerviosismo puro.
Me puse nervioso, muy nervioso. ¡No sabia qué hacer, Dios mio! Tantos años, tantas lágrimas en el fondo de copas vacías y allí estaba ella, charlando tan tranquila con la joven rubia, demasiado borracha como para darse cuenta de que yo la miraba desde la otra acera. De repente, mi pequeño cerebro ya seco de tantos porros, tuvo una idea monumental. " Eh chicos, ¿veis a esa rubita de alli? hay que ver que buena esta. "Venga va, dediquemosle una canción haber si así ella y sus bragas se reblandecen". No hizo falta mucho mas para incitar a mis amigos, pues las jovencitas les pirraban como a un niño los caramelos. En cuanto empezaron a entonar su peculiar cantinela pensé "Eso es, seguro que así mira y se da cuenta de quien soy. Se va a morir de envidia la pobre."
Pero ni por asomo fue lo que ocurrió La rubia, ignorándonos por completo, seguía intentando hallar una forma de utilizar su móvil sin que tuvieran que amputarla los dedos, y ella, seguía buscando su mechero con ansia. Al cabo de un rato, se dirigió a la adolescente, señalándonos con sorna. Claro, como si tu nunca hubieses estado borracha en mitad de la acera pequeña bruja. La verdad es que fue un espectáculo lamentable. La joven nos miraba con cara de pena y asco, y tampoco ofrecía un mejor semblante a su compinche de conversación. Esta, que acabo desistiendo en la búsqueda de su mechero, se tambaleaba con facilidad, y le contaba algo a la chica con cara de emoción Quizás ahora estaba casada, y le hablaba de las cualidades de uno de sus hijos o del nuevo coche que su marido había comprado. Eso es algo, que nunca sabré. Se subieron al autobús, llevándose mis esperanzas de colegial de ponerla celosa, con una facilidad pasmante.
Sinceramente, no recuerdo muy bien el resto de la noche. Creo que seguimos bebiendo, hasta bien entrada la madrugada, y después de caerme sobre la acera al intentar mear entre dos coches, acabe refugiándome en mi piso, donde juraría que acabe dormido entre llantos y una espesa cabellera negra con olor a pachuli.

¿Tienes fuego?

Inés Bocos
Hace frío, no paro de pensar en que valía más la pena ir mal conjuntada que ir así de mona y quedarme congelada. Me vibra el móvil, lo miro y es un mensaje de Ángela, “¿Dónde estás?’’. Joder, llego tarde otra vez, la mala fama no se pone por nada, y la mía es la de tardona. Quiero contestar pero no puedo, ¡menuda mierda de móvil! siempre repito lo mismo ‘’Cualquier día lo tiro a la basura’’, cosa que bajo ninguna circunstancia haría debido a que estaría sin móvil el resto de mi vida. Me pongo los cascos y no paro de pensar donde estará el dichoso autobús.
De pronto aparece una mujer delgada, de unos 53 años, con un vestido y un abrigo negro por encima desabrochado. Hablaba por teléfono, había quedado a "y media" en el Aloha, no sé con qué tipo de hombre podría pegar esa mujer tan peculiar. Lleva un cigarrillo de liar en la boca pero sin encender, no hace más que buscar algo en el bolso de una manera más bien desesperada, intuyo que es el mechero, pero nada, no hay suerte, el pitillo se quedará en su mano dándole olor a nicotina durante toda la tarde. Se aparta el pelo de la cara y me pregunta .
- ¿Ha pasado el autobús?
Y yo me quito los cascos y paro la música (todas las señoras que hablan una vez en la parada es que quieren conversación, por lo que me volverá a preguntar algo).
- ¿Tienes  mechero? - insiste
 Y yo niego con la cabeza. Tengo demasiado frío como para hablar y observo que mi Blackberry se ha desbloqueado. Es el momento de dar a Ángela señales de vida.
La mujer me toca el hombro y me dice:
 - Estarás contenta, cómo te cantan-
Vuelvo de la luna de Valencia para escuchar lo que dicen aquellos cinco hombres que están al otro lado de la carretera, en la terraza del bar. Es un cántico un poco extraño, intentan ir todos al ritmo sin obtener mucho resultado. El whisky y el vino malo suelen tener estas consecuencias. Por lo que me ha dicho la mujer de negro las "canciones" se dirigen a mí, así que intento poner más atención y escucho algo como: ‘’Rubia, ven aquí que chica como tú no se ven todos los días’’.
Siento vergüenza ajena y me pregunto dónde se pensarán esas mujeres e hijos que están sus maridos y sus padres respectivamente. Y suelto un simple ‘’Qué pena me dan los borrachos’’. Me miró de forma extraña y apareció el autobús, soltó un suspiro que llevaba grabados los 40º del vodka. Yo la miré avergonzada por haberla insultado a la cara, y ella me miró con más vergüenza, aún sabiendo que la había insultado con razón. Preguntándose si su cita tendría la misma opinión sobre ella que yo, o si estaría en las mismas circunstancias que ella. Dos borrachos con el cigarro en la mano, en busca de un mechero para encender el pitillo y de alguien que encendiese su vida.

¡Qué día llevo!

Tomás Hernando
Después de una hora arreglándome para mi cita con un joven galán de 30 años, me dirigí a la parada de autobús que estaba cerca de mi casa. Yo, a mis 53 años de edad, tenía otro hombre que me amaba, como muchos otros anteriormente.
Llegué a la parada, allí estaba una joven a la que los felices hombres del bar de enfrente le cantaban piropos. Ella no se debió de dar cuenta de ello ya que si lo hubiese estado escuchando, habría estado encantada. Tuve que decírselo y pareció no hacerle mucha gracia, más bien se asustó. Me fijé una vez más en los hombres y no les vi nada extraño, solo se divertían, ¡ni que estuviesen borrachos! Charlé unos minutos más con la joven, hablé de mi cita con el apuesto caballero y, fijándome en su cara, pude ver que sentía cierta envidia, pocas mujeres tienen tanta suerte como yo y es normal que no aguanten mi buena fortuna.
A partir de ese momento dejamos de hablar y este silencio solo se interrumpió cuando dijo que le daban mucho asco los borrachos, ¿a qué venía eso? ¿Acaso me estaba llamando borracha a mí? Yo, que soy la mujer con más estilo y renombre de la provincia…. Justo el autobús abría sus puertas, y yo fui decidida a darle con el bolso en la cabeza a esa muchacha que acababa de faltar el respeto a una mujer con clase. Lo que vino después no lo recuerdo con claridad, no sé si fue un resbalón, la propia joven que me empujo o a saber que me pasó en la cita, solo sé que me desperté en la camilla de un hospital.

Escena desde el autobús

Lorena Nieto
Salí de casa, como siempre con prisa, camino de la parada del autobús. El tiempo se me echaba encima, así que no tuve que esperar demasiado. Me monté en él, tambaleándome, tan patosa como siempre que un autobús arranca con fiereza. Conseguí sentarme a pesar de todo y me puse a escuchar música para pasar el rato. El autobús volvió a detenerse y esta vez se subieron dos personas, una de ellas desconocida para mí. La otra, Inés, avanzó por el pasillo hasta sentarse a mi lado; me fijé en su expresión, se reía y me indicaba con su risa que prestase atención a la mujer que caminaba a su espalda. Aquella señora, de negros y rizados cabellos, consiguió hacerme pensar que a su lado yo era la persona más ágil del mundo. Recorrió un camino para ella eterno hacia un asiento libre. Se sentó con un aplomo que denotaba que el hecho de sentarse era ya una proeza. Pero era imposible que una persona tuviese tan poco sentido del equilibrio, y estaba cayendo en este detalle cuando Inés comenzó a contarme su historia.
Aquella mujer se había sentado a su lado a la espera del autobús, algo nada fuera de lo común. Inés, distraída matando el tiempo con su teléfono móvil, no se había dado cuenta de que un grupo de borrachos a la puerta del bar de en frente, estaban dedicándole una canción. La señora no tuvo problemas en hacérselo notar, a lo que ella contestó ‘Estos borrachos… ¡qué pena dan!’. Pero lo que Inés no sabía, y descubriría poco tiempo después, es que aquella señora de rizos cuyo nombre todavía desconocemos, era una de esos penosos borrachos. La señora metida en su mundo, comenzó a relatarle sus planes de esa tarde: tenía una cita y se encontraría con un hombre a la salida del autobús. Empezó a agachar la cabeza y a colocarla entre las piernas mientras le contaba lo mucho que se mareaba. El autobús llegó, salvando así a Inés de las locuras de aquella señora. Inés aceleró el paso con la esperanza de subirse rápidamente y sentarse muy lejos de ella, pero la señora que creía haber encontrado en Inés una amiga, le pidió que le dijese el conductor que la esperase, alegando que si corría, se caería de sus tacones.
Personalmente me gustaría saber cómo acabó la tarde la señora o simplemente si llegó sana y salva a su cita. Mientras tanto, solo puedo fantasear con el final de esta anécdota.

Horroroso error

Agustín T. Gutiérrez Delgado
La borra del café se cayó al suelo. No la novela de Benedetti sino las sobras de la cazoleta de la cafetera. La camarera se puso a barrer mientras en el ambiente se barruntaba cierta tensión. Fuera, en el pasillo, se oían gritos y berridos arrebatados de algún alumno enfurruñado con el mundo. El otoño acababa de arribar y la berrea ya estaba aquí. En la cafetería del instituto un repetidor se aburría en una esquina y otro se aburraba leyendo el Marca. Mientras los profesores, esbirros de la administración, se atiborraban a sopas de pan o a bocadillos de berros y birras. Yo, acodado en la barra, veía la vida pasar cual Barrabás arrepentido 
La noche anterior había llovido mucho y la entrada se había llenado de agua y lodo. Al igual que mis zapatos, yo me sentía completamente embarrado. La camarera me tuvo que echar de la barra por mi bien. Decía que desbarraba.

Tiempo de cambio

Lorena Nieto
Once años… aquellos años de cambio, en los que se está a un paso de ser adolescente, pero se recula con facilidad para volver a ser niño. Exigimos ser tratados como a alguien de más edad, pero no queremos aceptar las responsabilidades que esto conlleva. Cambiar es duro y cuando se experimenta, comienza un debate entre si hacerlo o no. Cuando al fin se decide que sí, si tenemos hermanos mayores los imitamos y si no se tienen, se copia a cualquier otro. Buscamos un ídolo y también lo imitamos. Aprendemos todo, y si no es bueno, pues mejor.
Aunque en cierto modo cambiar es duro, porque al tiempo que exigimos más libertad se nos exige más sacrificio, nos satisface comprobar que tenemos más autonomía respecto a los padres, y cuando lo probamos… queremos más. Y en ese momento la situación da la vuelta; dejamos de ser nosotros los que estamos pendientes todo el día de los padres y pasan a ser ellos los que están detrás de nosotros.
Supongo que, como seguramente también hayan hecho conmigo, será normal mirar hacia la generación de hoy en día y pensar ‘son salvajes’ o ‘yo no era así’. Aunque por mucho que me pese, en realidad era igual que ellos. Por otra parte, ¡quién sabe si en otro puñado de años estaré pensando lo mismo que hoy!

Gregorio

Carlos Rodríguez Mayo
Tengo un alumno en segundo de bachillerato que padece un mal degenerativo. Cada día lo veo llegar en una furgoneta especial, sentado en silla de ruedas, y luego contemplo cómo lo suben por la rampa y cómo lo meten en el ascensor para después llevarlo a sus clases. A él, creo, le gusta mucho el instituto. En su rostro alargado destaca el filo cortante de su nariz y unos ojos pequeños y brillantes, hundidos como plomos en sus cuencas. Sus piernas y sus brazos son finísimos, puro pellejo sobre el hueso, lo mismo que su tronco esquelético, que está siempre disfrazado bajo la camiseta blanca del Madrid. Según me cuenta su madre, el uso de este atuendo no tiene nada que ver con mi vocación blaugrana, sino que es más bien el resultado de una afición a los deportes tan intensa, que su vida hasta ahora se ha regido por las fechas de algunas grandes gestas deportivas. En efecto, parecerá extraño contarlo así, pero él se quedó tetrapléjico el día en que Fermín Cacho ganó su medalla de oro, se quedó ciego cuando Indurain se bajó de la bicicleta, perdió el control sobre sus cuerdas vocales al tiempo que el Madrid conseguía su octava copa y el de sus manos justo el mismo día en el que se le estropeó el coche a Carlos Sainz. Teniendo en cuenta que sólo deletreando para ir componiendo paso a paso una palabra puede comunicarse con nosotros, el claustro de profesores ha decidido prohibirle que pregunte nada en clase y ha adquirido la obligación de grabar los contenidos en cinta magnetofónica, dado que el oído es, junto al tacto, la única vía de relación con los demás que aún le obedece. Naturalmente es opcional lo de limpiarle con un kleenex esa baba reseca que se le pega a la boca o lo de aprender a disponer sus cuatro huesos en la silla de ruedas, cuando se escurre. Muchas veces he pensado en que podría darle un achuchón, como hace la profesora de gimnasia, o en rozarle con la mano su cabeza de cepillo, como hace el secretario. Sé que a él le gustaría, pero a mí no me sale espontáneo, así que no lo hago. En todo caso, lo importante es que no nos llevamos mal. Él me presta toda su atención mientras explico y yo disfruto atizando la vieja rivalidad de nuestros clubes. Si le pillo con el cuidador por los pasillos aprovecho para meterme con Figo o con Raúl y él se lo ríe entre extraños alaridos y alarmantes convulsiones, pero no cede ni un ápice. Su rendimiento ha mejorado. Ayer le puse un test de Geografía y estoy francamente sorprendido. No contaba con la idea de que las cordilleras y los ríos alimentaran su imaginación con tanta fuerza. Al final creo que le va a caer un notable. Podría ponerle más, pero antes tengo que lograr que abandone esa sonrisa, cada vez que pierde el Barça.

Jálogüin en la cafetería

Agustín Gutiérrez Delgado
Una leyenda urbana que corría por el instituto decía que más o menos una vez al mes, coincidiendo con la luna llena, las camareras de la cafetería se convertían en mujeres lobo. Los nuevos alumnos creían que durante esos días les salía pelo por todo el cuerpo, se les afilaban los dientes y se les agriaba el carácter hasta parecer que se comían a la clientela. En los días de luna llena los alumnos más jóvenes se traían el bocadillo de casa y se abstenían de comprar chuches.
Los profesores y los alumnos de los cursos superiores sabían que la leyenda urbana era mentira. Las camareras eran así todos los días del mes.

Vives o twiteas

Claudia García González
Hace no muchos años, un famoso cantante melenudo llamado John Lennon, hablaba en sus letras sobre el paso del indestructible tiempo. Con esto, una de las grandes frases que pasó a la historia no es otra que "la vida es aquello que te va sucediendo mientras estas ocupado haciendo otros planes".
A pesar de ser una de las frases que quizás reflejen de manera mas clara el espíritu humano, si hablamos del tipo de hábitos que mantenemos hoy en día, prácticamente no sería aplicable. Para mí, la que tendría más sentido seria algo como: "La vida es aquello que te va sucediendo mientras twitteas y tú no le prestas atención." Y no hay mejor manera de demostrarlo que echar una mirada alrededor y fijarte en cuantas personas tienen un móvil pegado en la mano. No importa dónde ni cuándo. En el trabajo, en los institutos, en cafeterías, en bares...
La cuestión es, que a la par de útiles, también son un gran mecanismo de convertir a las personas en pequeños abducidos sociales. ¿Acaso se siguen viendo chicos emocionados al ver a amistades lejanas? ¿A mujeres indecisas de si pedir o no a ese vecino guapo que te invite a un café? La respuesta, evidentemente, es no.
No solo tratamos a nuestras amistades y relaciones a través de estos aparatos como si fuesen meras máquinas a las que alegrar con un bonito emoticono, sino que las nuevas relaciones también se basan en eso, puro cartón-piedra tecnológico. Pero lo peor, sin duda, no es que cuatro adultos hechos y derechos decidan manejar su vida de esta forma, sino que tampoco es extraño ya ver en colegios esta manera de relación, ni que los propios padres satisfagan esta demanda de sus hijos. Hoy en día los niños nacen con un smartphone bajo el brazo, por lo que, los futuros adultos, ya vienen mamando esos malos hábitos antes de que sepan sacarse los gases solos.
Con esto no intento presentar una idea apocalíptica del mundo donde las maquinas nos controlen totalmente (recemos), pero sí soy partidaria de cuidar las relaciones personales a la manera clásica. Buenas conversaciones, interacción y muchas risas, y dejar más de lado esta nueva pseudo-religión a la que llamamos tecnología.

Escríbeme

Ines Bocos
Qué curioso que aquello que está destinado a juntar kilómetros separe centímetros. Es más normal ver sonrisas a una pantalla que a cualquier chica. Y las miradas, clavadas en esa pantalla, esperando a que se ilumine, vibre o suene. No sé qué pueden regalar 12 teclas numeradas que poseen cada una 3 o 4 letras, o en su defecto una pantalla que al mínimo contacto nos representa de nuevo las 12 teclas. Es extraño o más bien penoso que lo primero que hacemos al conocer a alguien es pedirle el número de teléfono, podríamos hablar de dónde trabaja, qué estudia o cúal es su helado favorito, pero en vez de eso prefermos preguntárselo a la mañana siguiente, vía mensajería instantánea. Aún más curioso es que si, por algún casual, esas dos personas llegan a obtener una cita, en ella, estarán más pendientes de las 12 teclas que de la persona que tienen enfrente. Sin embargo, a la gente le encanta esto. Ya no está de moda lo de tirar piedras a la ventana a las tres de la madrugada, ni las cartas en las taquillas, ni contratar una banda de mariachis para que canten bajo el balcón de cierta persona, es más yo creo que ni siquiera un mensaje en el cielo se podría igualar a la sensación del móvil, a cuando lo abrimos y vemos el nombre de esa persona, la que desearíamos que se acordase de nosotros. La misma persona a la que, cuando la tenemos enfrente, la ignoramos.

Sí, desgraciadamente

Lorena Nieto
¿Hemos convertido el teléfono en algo necesario para nosotros? Por supuesto que no –pensó mientras lo escribía a modo de respuesta-. Pero entonces dejó su mente en blanco mientras le daba vueltas a esta pregunta aparentemente simple. Pensó en cómo según se despertaba y mientras las primeras luces del alba se dejaban ver, lo primero que hacía era cogerlo y comprobar si alguien se había acordado de ella. Si alguna de sus amigas le había mandado un sms, si quizás le habían escrito mediante whatsapp, o si alguno de los chicos con los que tonteaba le había echado de menos. Esta vez la pregunta la planteó ella, ¿De verdad que no sería más sencillo que en lugar de usar el móvil como intermediario entre personas, se hablase cara a cara? Además tendría más mérito -reflexionó-. Se imaginó a alguna de sus amigos diciéndole te quiero a la cara, esa palabra que pocos entienden y que tan a la ligera se usa. Sonrió con tristeza ya que esa repentina imagen le pareció bastante improbable. Intentó imaginar también a alguno de esos chicos con los que compartía frases casi a diario diciéndole: ¿Cómo estás? por la calle, simplemente esas dos palabras tan bien elegidas, que también son usadas en cualquier conversación pero con las que no se quiere obtener una respuesta, sino que se contesta con un bien automático. ¡Qué tontería, pero por un momento desearía retroceder a algún tiempo en el que de verdad a alguien le interesase la respuesta a un cómo estás…! Muy a su pesar, tachó su respuesta inicial para sustituirla por un ‘desgraciadamente para nosotros, sí’.

Soneto para Carlos Jerez

Elena Galiano
Vedlo ahí, socarrón y caballero,
no por montar rocín: por elegante.
Oronda la figura y el semblante,
poeta, profesor y cocinero.

Artista de las letras y el puchero,
cabal en la palabra y en el cante,
políglota, tenor, experto en Dante,
elocuente orador y buen marcero.

Dicen que se jubila y al Camino
se va de despedida y de parranda
y aun le oyeron contar chistes en chino.

Cuando se marche, el Ría se desmanda;
pero en Casa Genoz guardará el trino.
Este es Carlos Jerez: quien manda, manda.

El maestro

Elena Galiano
Alguna vez tenía que terminar. Había llegado la hora de empezar una nueva etapa.
Los niños se habían ido marchando del aula, la fueron abandonando sin saber que serían ya lo últimos, que eran ya la retaguardia del ejército de criaturas que había ido moldeando con sus manos, ya cansadas después de tantos años.
Habían sido como figuras de arcilla, de cera blanda, que iban tomando forma al calor de sus dedos; proyectos de hombres, de mujeres, que aprendían con él los nombres de las cosas.
Sus hijos, los propios, los que llevaban su sangre, hacía tiempo que volaron, que dejaron ser niños. Pero entonces quedaban aún los otros, aquellos que nunca crecían, los que cada septiembre regresaban igual de pequeños y lo miraban los mismos ojos asombrados. Siempre idénticos y sin embargo completamente diferentes unos de otros; siempre con el alma nueva, en tanto se iba volviendo cada vez mas viejo. Esos niños que ahora también le dejaban; esta vez para siempre.
Los últimos años fueron los más cansados, pero también los más emocionantes, porque entonces ya iba sabiendo que aquellos serían ya los últimos, que esta vez los niños crecerían para siempre. Que no habría más chavales llenando las aulas, escuchando con ojos muy abiertos, riendo con risas nuevas las historias tantas veces repetidas pero que siempre salían como recién nacidas de sus labios.
Que no volverían a rodearlo, siempre colgados de sus palabras, muchas veces agradecidos, casi siempre afectuosos. Tan puros como solo puede ser puros los niños, con el alma tan limpia,  tan nueva como siempre la han tenido.  Como la que tuvieron aquellos otros que ya eran hombres. Aquellos que encontraba todavía a veces por la calle y le estrechaban la mano y lo miraban aún con aquella antigua reverencia infantil, con aquella gratitud que sólo es capaz de mostrar un niño ya crecido que mira a su maestro.
Sucumbiendo a una marea de nostalgia, volvió a abrir los viejos álbumes. Acarició con dedos ya un poco temblorosos aquellas fotografías en blanco y negro de los primeros años. Cuando las niñas aún llevaban babys blancos y los niños pantalón corto. Y se reconoció a sí mismo -también él mismo, aunque tan diferente- vistiendo camisa a cuadros y pantalones de campana, luciendo gafas enormes y patillas.
Luego las otras más modernas: el color desvaído de los ochenta, las diademas rosa, las camisetas de fútbol, las zapatillas deportivas, las mochilas de ruedas… Y siempre la misma sonrisa en los rostros, como si fuesen las mismas almas en cuerpos diferentes. Y su propio rostro, cada vez más viejo, con la sonrisa cada año más fatigada.
Ahora era el momento de descansar. Aquellos que pasó, pasó, como todo pasa. Cerró el álbum y apagó la luz del flexo. Había llegado el momento de empezar de nuevo. De emprender nuevos proyectos. De guardar los viejos recuerdos en un cajón y esconder la llave. De volver a estudiar, de retomar las aficiones siempre postergadas por falta de tiempo. De encontrase con viejos amigos. De viajar. Se acordó de pronto de su mujer y entró en la cocina, donde ella se afanaba con sus guisos. Se sentó junto a ella que lo miró extrañada. Hacía mucho tiempo que no se sentaba a mirarla en silencio. Ella le sonrió.
-¿Qué vas a hacer hoy? -preguntó él. 
- Es martes, iré al mercado del pescado a ver qué tienen y luego tengo que pasar por la zapatería a recoger tus botas, que ya estarán.
Él la miró un momento, con una ternura ya casi olvidada, y le devolvió la sonrisa.
-Te acompaño.

¡Qué tiempo aquel!

Tomás Hernando Saiz
¡Qué tiempo aquel en el que me creía el centro del mundo! Cuando exigía en todo momento que me atendiesen como si tuviese todo el derecho del mundo. Pidieses lo que pidieses, tus padres o tu familia casi seguro te lo iban a intentar dar, ya fuese un juguete, o que te llevasen a algún sitio. Y si no me lo daban, ¡se iban a enterar ellos! ¡Yo, que soy el ser más importante, van y se atreven a no satisfacer una de mis “importantísimas” necesidades! Era entonces cuando comenzaba a gritar y llorar sintiéndome un desgraciado porque mis padres me odian y no quieren darme otro de mis caprichos.
Gracias a Dios, no sufría “todos los días estas desgracias”. Al fin y al cabo, te los pasabas con tus amigos corriendo sin parar como si nuestro cuerpo no tuviese límite, imitando a los protagonistas de nuestros dibujos o series favoritas, aunque a veces podía acabar en disgusto porque todos quieren ser el mejor y más fuerte de todos ellos.
Nos gustaba imitar a nuestros protagonistas favoritos pero, cuando venía alguien mayor, a ninguno le gustaban esas series de “niños pequeños”, a nosotros nos dejaban de gustar los dibujos en esos momentos. Era como si al ver a esa persona “sagrada” de los 15 o más años, todos dejásemos nuestros gustos y aficiones, y nos interesásemos más en los de él, que era lo que se llevaba a su edad.
Con el paso de los años y al alcanzar la edad de esas personas “sagradas”, te das cuenta de que no tenían (y tenemos) nada en especial, salvo que para nosotros era algo en lo que fijarnos para que nos considerasen a nosotros personas más mayores de lo que realmente éramos.

Había una vez una niña

 Claudia García González
Había una vez una niña,
mas dulce que diablilla
con un vestido de topos
y unos zapatos con hebilla.
A la niña le gustaba el mundo,
con sus alegrías y sus disgustos.
También tenia risa floja
e inocencia de monja,
y ese deje distante
en su carácter de diamante.
La niña era consentida
mimada y soñadora
le daban igual las normas
y el llegar a ser una "señora".
Ella era feliz con sus pestañas,
sus manitas y sus mañas.
Pero un día llegó el tiempo,
con sus caballos de aguacero,
sus entrañas de demonio
y su risa color fuego.
El tiempo se comió a la niña,
a su vestido y sus hebillas,
tiñó de negro sus pestañas
y dejó de lado todas sus mañas.
La niña ya no es niña,
pero la niña sigue siendo ella,
con muchas menos ganas
de conocer la inocencia.

Armagedón

David Loyo Pérez
Todos corrían y buscaban su alivio. Se crearon colas inmensas de gentes inquietas, atemorizadas, convulsas... Las personas corrían de un lado para otro, de forma caótica, buscando la puerta correcta que les procurase remedio momentáneo a sus males. Se llegó a un punto en que no se respetaban ya las filas, en que la gente trataba de saltarse violentamente su turno, y también estaba aquél al que no le daba tiempo ni de musitar unas últimas palabras. La peste circulaba libre y salía por las ventanas, y nuevas personas sufrieron pronto el contagio. Las descargas y los tiramientos de cadena eran continuos. Todo el sistema de canalizaciones estaba funcionando a pleno rendimiento. Aquello parecía un Día de Año Nuevo. Y venga y dale, y venga y dale, uno tras otros, todos pasaban por taquilla. La peste era insoportable, fulminante. Muchos iban soltando su misma vida por el pasillo, donde tan siquiera había un mínimo en productos de limpieza, donde la higiene brillaba por su ausencia. Los vapores llegaban a colocar a la gente; y comenzaron las visiones: unos decían que si la Virgen, otros que si Nuestro Señor Jesucristo, y hasta unos pocos hablaron de extraterrestres.
Los recipientes rebosaban, la gente nadaba en plena sustancia, entre espesores y licuefacciones. Y mientras, las canalizaciones a pleno rendimiento, dale que te pego, duro y dale, y venga y sigue, y toma y toma…  Los sistemas colapsan. Los organismos colapsan y suenan las Trompetas, y todo revienta en una orgía de hedores y pestilencias, de cuestiones traseras, con papeles, sin sentido… Ese, zeda, jota, i…

Adictos al buen café

Agustín Gutierrez Delgado
Cada día que iba a la cafetería le parecía más pequeña. Todo había comenzado unos meses antes. Al principio, casi de forma imperceptible, sentía que había menos espacio en la barra y que las paredes del local poco a poco estaban más cerca una de otra. Los adictos al buen café y a la charla con las camareras, sin embargo, no podían dejar de acudir todos los recreos. Apenas podían entrar ya los niños y los más gorditos empezaron a tener que conformarse con gritar lo que querían desde la ventana.
Aquel día el profesor de lengua necesitaba su café y haciendo un gran esfuerzo por entrar, metiendo tripa y rompiéndose alguna costilla logro entrar en la cafetería. Fue el día en que las dos paredes opuestas lograron tocarse.

Otro café

 Agustín Gutiérrez Delgado
El ambiente estaba muy tenso en el instituto. En el transcurso del año habían muerto tres profesores. El de matemáticas en un accidente de coche, la de física arrojada de un sexto piso y el profesor de lengua de un colapso total de sus funciones vitales.
Los profesores se miraban unos a otros cariacontecidos y tristes. Parecía que una maldición hiciera que el claustro de profesores descendiera poco a poco.
Solo la cafetería seguía funcionando con normalidad habiéndose convertido, de hecho, en el único remanso de paz donde se refugiaban los nerviosos profesores. Allí, como siempre, estaba la guapa y alegre camarera cuya charla animaba a los que se acercaban a tomar café.
Uno de los habituales era el profesor de Historia. Tomaba café en vaso grande con sopas de pan duro. Aquel día no se encontraba bien, se le habían dilatado las pupilas y no lograba ver con nitidez así que, al revolver el café, se le cayó la cucharilla al suelo y allí le pareció vislumbrar cómo la punta del pie de la simpática camarera empujaba bajo el mostrador una hoja de belladona mientras le ofrecía la más tierna de las sonrisas.

Yo también tuve 11 años

Agustín Gutiérrez Delgado
Yo también tuve 11 años y pensé que mis padres me odiaban y que querían más a mis hermanos. Pensaba que me reñían porque les gustaba. Creía que el mundo era yo y ninguna otra cosa. Admiraba a los alumnos de 15 años y copiaba sus comportamientos. Creía que las series de televisión eran reales e intentaba imitar su estética. Yo también tuve 11 años y lo pasé fatal.

La tormenta

Agustín Gutiérrez Delgado
Los policías se arremolinaban sin saber qué hacer mirando un montoncito de ceniza humeante junto a un gran cuchillo cebollero en la cafetería del instituto.
El día había amanecido gris y tormentoso. Los charcos iban creciendo en el patio y las camareras esperaban una mañana ajetreada con los chavales hacinándose en el pequeño local para no mojarse. A la obscuridad del día se añadían los cortes de electricidad por la tormenta.
Para la camarera el día había despuntado más negro aún. A las ocho se había cortado un dedo con un vaso roto en el fregadero, a las nueve se había quemado con aceite de la sartén, a la diez se clavó un cuchillo mientras pelaba patatas. A las diez y media, sin poder aguantar más la presión y el agobio de los pequeños clientes, todavía con el cuchillo en la mano, levantó los brazos implorando un poco de tranquilidad a la vez que un relámpago iluminó el bar por fin.

Revisión médica

Agustín Gutiérrez Delgado
Un gran charco de sangre se iba formando en el suelo de la cafetería del instituto ante la indiferencia de los alumnos. Los profesores apuraron sus cafés al oír el timbre de comienzo de las clases mientras la camarera limpiaba un gran cuchillo ensangrentado.
Todo había empezado con la revisión médica de la empresa. Hipertensión, sobrepeso, colesterol… La solución, quitar la gracia a las cosas. Sustituyó el azúcar por sacarina y empezó a tomar café descafeinado con leche desnatada. A los pocos días ya no leía, se desperiodiquizó, también pidió a la camarera el café descucharizado.
El problema fue cuando no quiso taza y la camarera lo destazó.

Comunicando

Agustín Gutiérrez Delgado
El hombre tuvo una magnífica idea y creó una máquina con la que poder hablar a distancia y la llamó teléfono. Los auriculares los puso de manera que acercándoselos al oído podía oírse la distante voz del amigo ausente. En nuestros días el teléfono es un aparato que no sirve para comunicarnos con los que están lejos sino para distanciarnos con los que están cerca. Es habitual ver a una pareja sentada que, en lugar de hablar entre ellos, chatean con el teléfono móvil ¿Por qué un magnifico invento puede eliminarnos como personas? ¿Por qué dependemos de un teléfono para completarnos como individuos? ¿Qué es una persona sin teléfono hoy en día? ¿Qué tiene el teléfono que no tiene la persona que está junto a nosotros? ¿Qué placer oculto nos proporciona tener un teléfono en la mano? ¿Nos relacionamos mejor sin ver a nuestro interlocutor? Nos gusta el teléfono porque podemos apagarlo cuando queremos, pero realmente, ¿podemos apagarlo cuando queremos? ¿Lloramos cuando nos lo quitan o nos quedamos sin saldo? ¿Somos los nuevos homo telefonensis?

Calambures de la ría

Carlos Rodríguez Mayo
¿Qué sería? Quesería. ¿Quesería? ¡Qué seria! Que se ría... ¿Qué sé? Ría...