El maestro

Elena Galiano
Alguna vez tenía que terminar. Había llegado la hora de empezar una nueva etapa.
Los niños se habían ido marchando del aula, la fueron abandonando sin saber que serían ya lo últimos, que eran ya la retaguardia del ejército de criaturas que había ido moldeando con sus manos, ya cansadas después de tantos años.
Habían sido como figuras de arcilla, de cera blanda, que iban tomando forma al calor de sus dedos; proyectos de hombres, de mujeres, que aprendían con él los nombres de las cosas.
Sus hijos, los propios, los que llevaban su sangre, hacía tiempo que volaron, que dejaron ser niños. Pero entonces quedaban aún los otros, aquellos que nunca crecían, los que cada septiembre regresaban igual de pequeños y lo miraban los mismos ojos asombrados. Siempre idénticos y sin embargo completamente diferentes unos de otros; siempre con el alma nueva, en tanto se iba volviendo cada vez mas viejo. Esos niños que ahora también le dejaban; esta vez para siempre.
Los últimos años fueron los más cansados, pero también los más emocionantes, porque entonces ya iba sabiendo que aquellos serían ya los últimos, que esta vez los niños crecerían para siempre. Que no habría más chavales llenando las aulas, escuchando con ojos muy abiertos, riendo con risas nuevas las historias tantas veces repetidas pero que siempre salían como recién nacidas de sus labios.
Que no volverían a rodearlo, siempre colgados de sus palabras, muchas veces agradecidos, casi siempre afectuosos. Tan puros como solo puede ser puros los niños, con el alma tan limpia,  tan nueva como siempre la han tenido.  Como la que tuvieron aquellos otros que ya eran hombres. Aquellos que encontraba todavía a veces por la calle y le estrechaban la mano y lo miraban aún con aquella antigua reverencia infantil, con aquella gratitud que sólo es capaz de mostrar un niño ya crecido que mira a su maestro.
Sucumbiendo a una marea de nostalgia, volvió a abrir los viejos álbumes. Acarició con dedos ya un poco temblorosos aquellas fotografías en blanco y negro de los primeros años. Cuando las niñas aún llevaban babys blancos y los niños pantalón corto. Y se reconoció a sí mismo -también él mismo, aunque tan diferente- vistiendo camisa a cuadros y pantalones de campana, luciendo gafas enormes y patillas.
Luego las otras más modernas: el color desvaído de los ochenta, las diademas rosa, las camisetas de fútbol, las zapatillas deportivas, las mochilas de ruedas… Y siempre la misma sonrisa en los rostros, como si fuesen las mismas almas en cuerpos diferentes. Y su propio rostro, cada vez más viejo, con la sonrisa cada año más fatigada.
Ahora era el momento de descansar. Aquellos que pasó, pasó, como todo pasa. Cerró el álbum y apagó la luz del flexo. Había llegado el momento de empezar de nuevo. De emprender nuevos proyectos. De guardar los viejos recuerdos en un cajón y esconder la llave. De volver a estudiar, de retomar las aficiones siempre postergadas por falta de tiempo. De encontrase con viejos amigos. De viajar. Se acordó de pronto de su mujer y entró en la cocina, donde ella se afanaba con sus guisos. Se sentó junto a ella que lo miró extrañada. Hacía mucho tiempo que no se sentaba a mirarla en silencio. Ella le sonrió.
-¿Qué vas a hacer hoy? -preguntó él. 
- Es martes, iré al mercado del pescado a ver qué tienen y luego tengo que pasar por la zapatería a recoger tus botas, que ya estarán.
Él la miró un momento, con una ternura ya casi olvidada, y le devolvió la sonrisa.
-Te acompaño.

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