Un gato desplumado en mi nevera.

Teresa Iñesta
Un gato desplumado en mi nevera.
Desplumado, has oído bien, y poco había que hacer. 
El año pasado, tras una larga y absurda discusión familiar, mi padre se empeñó en intentar hacernos pasar las mejores navidades de nuestras vidas. No fueron las mejores…pero sí las más curiosas. Todos los años, para solidarizarnos con las familias más pobres de la ciudad, solíamos acercarnos al comedor social y pasábamos al menos una de las comidas familiares típicas rodeados de simpáticos (a veces no tanto) vagabundos. Mi abuela compraba un caballo viejo en la Gran Granja, lo subía en su bicicleta y tras lucirlo con orgullo por las principales calles de nuestro barrio (megáfono en mano) lo llevaba al comedor, donde era cocinado y servido. 
Cada año al llegar Julio, y con él los principales festejos, las calles se llenaban de luces de colores. También era la época de migración de búfalos lo que hacía algo más difícil el andar con los tractores por las calles (de ahí que mi abuela transportase al caballo en bicicleta). Era una época que a todos gustaba porque nos transmitía alegres pensamientos y sensaciones. Nos recordaba que estábamos en una época acertada y que teníamos suerte de estar vivos. 
Fue el año pasado sin embargo cuando cambiaron algo las cosas. A pesar de que igualmente las calles brillaban y los búfalos corrían de un lado a otro. Para mi familia fue una rara época. Mi padre, siguiendo su propósito de mejorar las fiestas, trajo a casa al que sería el desastroso próximo protagonista de las navidades que ya se nos echaban encima. Era un gato que tenía como fin unir aun más a la familia. Era de raza desconocida, con dos grandes ojos ambarinos, y una larga cola bien surtida de plumas de todos los colores. Le llamamos Pavo. 
Rápidamente todos le cogimos cariño (todos salvo mi abuela, que por alguna razón que nadie todavía comprendía, le guardaba cierto rencor). Así que el gato cumplía de momento su cometido. 
Esa vez, escogimos como fecha para comer con los mendigos el día 20 de Julio, el más importante (por ser el día en el que según la tradición, el unicornio sagrado condujo al elegido hasta el río mágico, donde se convirtió en sacerdote.) El caso es que como todos los años, mi abuela había salido con la bicicleta en busca del mejor caballo viejo. Para su ‘’desgracia’’ se los habían llevado todos así que tuvo que conformarse con 25 gallinas narcotizadas, que habían usado el pasado año para experimentos científicos. 
Como siempre mi abuela se encargaba de preparar el suculento menú y aquella vez también lo hizo. 25 hermosas gallinas para 30 vagabundos hambrientos y una familia de clase media formada por 6 personas que bien comían. Mi abuela precavida pensó que no sería suficiente, así que decidió guardarse un as en la manga por si las moscas. O esa fue en aquel momento su explicación, aunque yo creo que porque no se le ocurrió otra mejor, para explicarnos el porqué de mi adorable gato, desplumado en la nevera de un comedor social. 
Aunque intentamos descongelarlo antes de que mi abuela llegase, el gato estaba ya bien muerto, y no hubo manera de resucitarlo. Lo cierto es que a pesar de que en un principio me sentí algo afectada por la pérdida, poco a poco fui atando cabos y comprendí a mi abuela. Estaba bastante claro su comportamiento. Ella odiaba a Pavo desde el primer día porque su llegada no le había traído más que alergias y la imposición de una serie de hábitos que ella no estaba dispuesta a asumir, como otorgarle en ofrenda un tercio de nuestra comida y esas cosas normales que requiere el buen cuidado de un gato en condiciones. En fin, que el gato murió congelado y a mi abuela simplemente la comprendimos.

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