Lenguicidio

Agustín Gutiérrez Delgado
Era un día cualquiera en el bar del instituto. La camarera pelaba patatas con un gran cuchillo tras la barra, dos profesores tomaban su café mientras leían el periódico y varios alumnos del último curso sin clase estaban sentados en una esquina, amodorrados, esperando a que el timbre del recreo los sacara de su letargo. 
La puerta se abrió y apareció el profesor de lengua. Tenía un aspecto extraño, los ojos inyectados en sangre y su, habitualmente, bonita y cuidada melena estaba totalmente desordenada. Empezó a balbucear palabras inconexas como competencias proactivas, competenciales proactivianas, proacciones diagnosticativas, diagnósticos procompetenciales, protocableado… Solamente entonces los demás volvieron la vista hacia él y vieron que en las manos llevaba guedejas de su propio pelo. En ambos lados de la cara tenía arañazos como si hubiera intentado arrancarse los ojos con sus propias manos. Al menos Edipo había tenido cerca los broches del vestido de su madre-esposa.
Los bebedores de café se apartaron un poco y los alumnos siguieron adormilados en su rincón, sin embargo, la camarera miró con ternura al recién llegado, se acercó a él y lo abrazó con comprensión, con calidez, como abraza una madre.
Al profesor de lengua se le fue cambiando la expresión de la cara y un rictus de tranquilidad se reflejó en sus labios. Además de la sensación de sosiego que le había proporcionado el abrazo, sintió una felicidad que había dejado de sentir hacía tiempo.
La camarera se separó de él todavía con el cuchillo en la mano y un charco de sangre empezó a formarse a los pies del desquiciado profesor.

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