Claudia García González
Recuerdo el verano de mi llegada a Cantabria. Yo venía de un pequeño pueblo de la Rioja, donde todos conocían a todos y el mayor entretenimiento que los jóvenes conocíamos era el viejo billar de la taberna. Aquel año había cumplido 21 años, y mi espíritu de aventurero me llevo hasta la capital del norte, donde pensaba buscar un trabajo y empezar una nueva vida. No es que la mía estuviese mal del todo, pues el negocio familiar, que consistía en un pequeño viñedo, daba lo suficiente para que yo viviese a la muerte de mis padres. ero eso no era lo que yo quería Lo que mas deseaba era vivir junto al mar, en el bullicio de la cuidad, salir y divertirme con mis amigas, las cervezas y disfrutar de mi juventud. Pero ante todo, lo que quería era encontrar a una chica especial. Y el hecho es, que aquel asunto no tardaría mucho en resolverse.
Llego julio, caluroso y dulce, e inundo la ciudad de un ambiente fiestero y de muchas borracheras. Aquella noche tocaba el Haddock, un pequeño bar donde nos reuníamos a la caza de mujeres guapas mientras nos fumábamos algún que otro canuto. Recién acabábamos de llegar cuando entraron por la puerta dos chicas, amigas intimas, pero totalmente diferentes a la vista. La primera, rubia y bajita, con unos mofletes dignos de la Vega de Pas y un culo que, al contrario, denotaba haber caminado poco monte. Tenia la mirada huidiza, como si hubiese acabado allí por un garrafal error del destino, y miraba la sucia barra con aprensión como deseando esfumarse lo antes posible. La segunda en cambio parecía estar totalmente en su elemento. De rizos morenos que enmarcaban su perfilada cara, vestía unos ajustados Levis, a sabiendas de que se lo podía permitir. No iba ni muy arreglada ni muy maquillada, pero su aspecto indicaba que no le faltaba el dinero.
Ambas se dirigieron a la barra, una mas segura que otra, y se pidieron un par de cervezas con tequila. Acto seguido, ocuparon el gran billar del fondo, donde entre risas, intentaban ligarse al motero que jugaba al lado, con su chupa de cuero y su cigarrillo ladeado. Nada mas ver esta escena pensé "Esta es la mía menuda desesperada. Seguro que si me la camelo un poco con un par de chupitos, esta noche cae". Pero qué confundido estaba, pues aquella fue el principio del final. Comenzamos a salir en Agosto, y era evidente que estábamos enamorados. Nos comíamos a besos en cualquier esquina, sin importarnos lo mas mínimo a quien escandalizásemos. Ella era hija de papa, mas concretamente de un empresario venido a más, que lucia un rancio abolengo y algún que otro millón en su cuenta corriente. Yo, en cambio, hijo de pueblerinos, trabajaba en una fabrica de alambres, donde ganaba mi pequeño sueldo para poder comer y colocarme los fines de semana.
Así transcurrieron dos años, entre idas y venidas, fiestas y mucha droga. Acabamos enganchados a todo tipo de mierdas, y no nos importaba terminar borrachos un lunes a las seis de la tarde. Pero no nos importaba, por que nos teníamos el uno al otro. O eso creí yo.
Una tarde (no recuerdo de que mes) llovía a cantaros en la pequeña cuidad. Estábamos metidos en mi piso, colocados hasta las cejas y con una botella de vodcka por desayuno. Comenzamos a hablar sobre el programa famosillo de turno, donde los concursantes se dedicaban a responder preguntas de genios a cambio de premios para estúpidos, el presentador, con una corbata amarilla a juego con su sonrisa, preguntaba acerca del descubridor de la penicilina. "Fleming, respondí yo" y ella, entre risas, aseguro "Idiota, todo el mundo sabe que fue Pascal". Así de estúpido fue el comienzo de nuestra discusión en la cual, mas borrachos de lo que deberíamos empezamos a insultarnos y lanzarnos feas acusaciones. Acabo con ella marchándose por la puerta, con sus rizos negros desechos y un tacón del zapato roto.
La verdad es que no fui a buscarla, y no por que no quisiese, si no por que al intentar levantarme vomite en el feo paragüero, y acto seguido me desplomé sobre la alfombra.
No sé cuantos años han pasado desde entonces, quizás pocos o quizás miles. Pero nunca termine de sacarme aquella espina del corazón Realmente creí que jamas se volverían a cruzar nuestros caminos, hasta que el anterior fin de semana, el destino me dio con todas sus fuerzas en las pelotas. Acababa de salir de la fabrica, haría un par de horas, y unos amigos y yo, habíamos empezado ya con el whisky en el bar de turno. Hacia un frío que pelaba, pero nosotros no lo sentíamos lo mas mínimo y nos dedicábamos a chillar y canturrear gilipolleces tirados en un potroso banco. Mire a la parada de autobús frente a mi, queriendo buscar algún pobre chaval desprevenido del que reírme y con suerte, lo suficientemente idiota como para desafiarme. Pero para mi sorpresa lo que vi me quito las ganas, y de paso, el color de la cara. Sentadas estaban dos chicas, como antaño, una rubia y otra rizosa y morena. La rubia no tendría mas de veinte años, arreglada para salir de fiesta y con los dedos helados pegados a un teléfono móvil. Y la morena, la morena en fin, no me costo mucho reconocerla. Estaba vieja, algo ajada me atrevería a decir, y su cara me decía que los antiguos vicios no habían cambiado lo mas mínimo. Parecía agobiada, con su cigarrillo de liar entre los dientes y con cara de nerviosismo puro.
Me puse nervioso, muy nervioso. ¡No sabia qué hacer, Dios mio! Tantos años, tantas lágrimas en el fondo de copas vacías y allí estaba ella, charlando tan tranquila con la joven rubia, demasiado borracha como para darse cuenta de que yo la miraba desde la otra acera. De repente, mi pequeño cerebro ya seco de tantos porros, tuvo una idea monumental. " Eh chicos, ¿veis a esa rubita de alli? hay que ver que buena esta. "Venga va, dediquemosle una canción haber si así ella y sus bragas se reblandecen". No hizo falta mucho mas para incitar a mis amigos, pues las jovencitas les pirraban como a un niño los caramelos. En cuanto empezaron a entonar su peculiar cantinela pensé "Eso es, seguro que así mira y se da cuenta de quien soy. Se va a morir de envidia la pobre."
Pero ni por asomo fue lo que ocurrió La rubia, ignorándonos por completo, seguía intentando hallar una forma de utilizar su móvil sin que tuvieran que amputarla los dedos, y ella, seguía buscando su mechero con ansia. Al cabo de un rato, se dirigió a la adolescente, señalándonos con sorna. Claro, como si tu nunca hubieses estado borracha en mitad de la acera pequeña bruja. La verdad es que fue un espectáculo lamentable. La joven nos miraba con cara de pena y asco, y tampoco ofrecía un mejor semblante a su compinche de conversación. Esta, que acabo desistiendo en la búsqueda de su mechero, se tambaleaba con facilidad, y le contaba algo a la chica con cara de emoción Quizás ahora estaba casada, y le hablaba de las cualidades de uno de sus hijos o del nuevo coche que su marido había comprado. Eso es algo, que nunca sabré. Se subieron al autobús, llevándose mis esperanzas de colegial de ponerla celosa, con una facilidad pasmante.
Sinceramente, no recuerdo muy bien el resto de la noche. Creo que seguimos bebiendo, hasta bien entrada la madrugada, y después de caerme sobre la acera al intentar mear entre dos coches, acabe refugiándome en mi piso, donde juraría que acabe dormido entre llantos y una espesa cabellera negra con olor a pachuli.