La impostura creativa o el grito silencioso


Elena Galiano
Lleva mi voz silencio, lleva vida
Oculta en lo que ocultan las palabras.
La luz en el tintero está escondida
Y con mentiras la verdad manchada.

Perdida en las arrugas de la risa,
De muerte malherida llevo el alma.
Soy tránsfuga de noche adormecida,
Circundo el día en sol amortajada.

Al dictado escribo de la luna
Palabras sin sentido y sin aliento
Y no puedo acordarme de ninguna

Pues con tinta invisible se escribieron.
Y paso el día envuelta en la negrura,
Revestidos de blanco los silencios.

Un gato desplumado en mi nevera.

Teresa Iñesta
Un gato desplumado en mi nevera.
Desplumado, has oído bien, y poco había que hacer. 
El año pasado, tras una larga y absurda discusión familiar, mi padre se empeñó en intentar hacernos pasar las mejores navidades de nuestras vidas. No fueron las mejores…pero sí las más curiosas. Todos los años, para solidarizarnos con las familias más pobres de la ciudad, solíamos acercarnos al comedor social y pasábamos al menos una de las comidas familiares típicas rodeados de simpáticos (a veces no tanto) vagabundos. Mi abuela compraba un caballo viejo en la Gran Granja, lo subía en su bicicleta y tras lucirlo con orgullo por las principales calles de nuestro barrio (megáfono en mano) lo llevaba al comedor, donde era cocinado y servido. 
Cada año al llegar Julio, y con él los principales festejos, las calles se llenaban de luces de colores. También era la época de migración de búfalos lo que hacía algo más difícil el andar con los tractores por las calles (de ahí que mi abuela transportase al caballo en bicicleta). Era una época que a todos gustaba porque nos transmitía alegres pensamientos y sensaciones. Nos recordaba que estábamos en una época acertada y que teníamos suerte de estar vivos. 
Fue el año pasado sin embargo cuando cambiaron algo las cosas. A pesar de que igualmente las calles brillaban y los búfalos corrían de un lado a otro. Para mi familia fue una rara época. Mi padre, siguiendo su propósito de mejorar las fiestas, trajo a casa al que sería el desastroso próximo protagonista de las navidades que ya se nos echaban encima. Era un gato que tenía como fin unir aun más a la familia. Era de raza desconocida, con dos grandes ojos ambarinos, y una larga cola bien surtida de plumas de todos los colores. Le llamamos Pavo. 
Rápidamente todos le cogimos cariño (todos salvo mi abuela, que por alguna razón que nadie todavía comprendía, le guardaba cierto rencor). Así que el gato cumplía de momento su cometido. 
Esa vez, escogimos como fecha para comer con los mendigos el día 20 de Julio, el más importante (por ser el día en el que según la tradición, el unicornio sagrado condujo al elegido hasta el río mágico, donde se convirtió en sacerdote.) El caso es que como todos los años, mi abuela había salido con la bicicleta en busca del mejor caballo viejo. Para su ‘’desgracia’’ se los habían llevado todos así que tuvo que conformarse con 25 gallinas narcotizadas, que habían usado el pasado año para experimentos científicos. 
Como siempre mi abuela se encargaba de preparar el suculento menú y aquella vez también lo hizo. 25 hermosas gallinas para 30 vagabundos hambrientos y una familia de clase media formada por 6 personas que bien comían. Mi abuela precavida pensó que no sería suficiente, así que decidió guardarse un as en la manga por si las moscas. O esa fue en aquel momento su explicación, aunque yo creo que porque no se le ocurrió otra mejor, para explicarnos el porqué de mi adorable gato, desplumado en la nevera de un comedor social. 
Aunque intentamos descongelarlo antes de que mi abuela llegase, el gato estaba ya bien muerto, y no hubo manera de resucitarlo. Lo cierto es que a pesar de que en un principio me sentí algo afectada por la pérdida, poco a poco fui atando cabos y comprendí a mi abuela. Estaba bastante claro su comportamiento. Ella odiaba a Pavo desde el primer día porque su llegada no le había traído más que alergias y la imposición de una serie de hábitos que ella no estaba dispuesta a asumir, como otorgarle en ofrenda un tercio de nuestra comida y esas cosas normales que requiere el buen cuidado de un gato en condiciones. En fin, que el gato murió congelado y a mi abuela simplemente la comprendimos.

Las pijas ya no quieren borrachos

Claudia García González
Recuerdo el verano de mi llegada a Cantabria. Yo venía de un pequeño pueblo de la Rioja, donde todos conocían a todos y el mayor entretenimiento que los jóvenes conocíamos era el viejo billar de la taberna. Aquel año había cumplido 21 años, y mi espíritu de aventurero me llevo hasta la capital del norte, donde pensaba buscar un trabajo y empezar una nueva vida. No es que la mía estuviese mal del todo, pues el negocio familiar, que consistía en un pequeño viñedo, daba lo suficiente para que yo viviese a la muerte de mis padres. ero eso no era lo que yo quería Lo que mas deseaba era vivir junto al mar, en el bullicio de la cuidad, salir y divertirme con mis amigas, las cervezas y disfrutar de mi juventud. Pero ante todo, lo que quería era encontrar a una chica especial. Y el hecho es, que aquel asunto no tardaría mucho en resolverse.
Llego julio, caluroso y dulce, e inundo la ciudad de un ambiente fiestero y de muchas borracheras. Aquella noche tocaba el Haddock, un pequeño bar donde nos reuníamos a la caza de mujeres guapas mientras nos fumábamos algún que otro canuto. Recién acabábamos de llegar cuando entraron por la puerta dos chicas, amigas intimas, pero totalmente diferentes a la vista. La primera, rubia y bajita, con unos mofletes dignos de la Vega de Pas y un culo que, al contrario, denotaba haber caminado poco monte. Tenia la mirada huidiza, como si hubiese acabado allí por un garrafal error del destino, y miraba la sucia barra con aprensión como deseando esfumarse lo antes posible. La segunda en cambio parecía estar totalmente en su elemento. De rizos morenos que enmarcaban su perfilada cara, vestía unos ajustados Levis, a sabiendas de que se lo podía permitir. No iba ni muy arreglada ni muy maquillada, pero su aspecto indicaba que no le faltaba el dinero.
Ambas se dirigieron a la barra, una mas segura que otra, y se pidieron un par de cervezas con tequila. Acto seguido, ocuparon el gran billar del fondo, donde entre risas, intentaban ligarse al motero que jugaba al lado, con su chupa de cuero y su cigarrillo ladeado. Nada mas ver esta escena pensé "Esta es la mía menuda desesperada. Seguro que si me la camelo un poco con un par de chupitos, esta noche cae". Pero qué confundido estaba, pues aquella fue el principio del final. Comenzamos a salir en Agosto, y era evidente que estábamos enamorados. Nos comíamos a besos en cualquier esquina, sin importarnos lo mas mínimo a quien escandalizásemos. Ella era hija de papa, mas concretamente de un empresario venido a más, que lucia un rancio abolengo y algún que otro millón en su cuenta corriente. Yo, en cambio, hijo de pueblerinos, trabajaba en una fabrica de alambres, donde ganaba mi pequeño sueldo para poder comer y colocarme los fines de semana.
Así transcurrieron dos años, entre idas y venidas, fiestas y mucha droga. Acabamos enganchados a todo tipo de mierdas, y no nos importaba terminar borrachos un lunes a las seis de la tarde. Pero no nos importaba, por que nos teníamos el uno al otro. O eso creí yo.
Una tarde (no recuerdo de que mes) llovía a cantaros en la pequeña cuidad. Estábamos metidos en mi piso, colocados hasta las cejas y con una botella de vodcka por desayuno. Comenzamos a hablar sobre el programa famosillo de turno, donde los concursantes se dedicaban a responder preguntas de genios a cambio de premios para estúpidos, el presentador, con una corbata amarilla a juego con su sonrisa, preguntaba acerca del descubridor de la penicilina. "Fleming, respondí yo" y ella, entre risas, aseguro "Idiota, todo el mundo sabe que fue Pascal". Así de estúpido fue el comienzo de nuestra discusión en la cual, mas borrachos de lo que deberíamos empezamos a insultarnos y lanzarnos feas acusaciones. Acabo con ella marchándose por la puerta, con sus rizos negros desechos y un tacón del zapato roto.
La verdad es que no fui a buscarla, y no por que no quisiese, si no por que al intentar levantarme vomite en el feo paragüero, y acto seguido me desplomé sobre la alfombra.
No sé cuantos años han pasado desde entonces, quizás pocos o quizás miles. Pero nunca termine de sacarme aquella espina del corazón Realmente creí que jamas se volverían a cruzar nuestros caminos, hasta que el anterior fin de semana, el destino me dio con todas sus fuerzas en las pelotas. Acababa de salir de la fabrica, haría un par de horas, y unos amigos y yo, habíamos empezado ya con el whisky en el bar de turno. Hacia un frío que pelaba, pero nosotros no lo sentíamos lo mas mínimo y nos dedicábamos a chillar y canturrear gilipolleces tirados en un potroso banco. Mire a la parada de autobús frente a mi, queriendo buscar algún pobre chaval desprevenido del que reírme y con suerte, lo suficientemente idiota como para desafiarme. Pero para mi sorpresa lo que vi me quito las ganas, y de paso, el color de la cara. Sentadas estaban dos chicas, como antaño, una rubia y otra rizosa y morena. La rubia no tendría mas de veinte años, arreglada para salir de fiesta y con los dedos helados pegados a un teléfono móvil. Y la morena, la morena en fin, no me costo mucho reconocerla. Estaba vieja, algo ajada me atrevería a decir, y su cara me decía que los antiguos vicios no habían cambiado lo mas mínimo. Parecía agobiada, con su cigarrillo de liar entre los dientes y con cara de nerviosismo puro.
Me puse nervioso, muy nervioso. ¡No sabia qué hacer, Dios mio! Tantos años, tantas lágrimas en el fondo de copas vacías y allí estaba ella, charlando tan tranquila con la joven rubia, demasiado borracha como para darse cuenta de que yo la miraba desde la otra acera. De repente, mi pequeño cerebro ya seco de tantos porros, tuvo una idea monumental. " Eh chicos, ¿veis a esa rubita de alli? hay que ver que buena esta. "Venga va, dediquemosle una canción haber si así ella y sus bragas se reblandecen". No hizo falta mucho mas para incitar a mis amigos, pues las jovencitas les pirraban como a un niño los caramelos. En cuanto empezaron a entonar su peculiar cantinela pensé "Eso es, seguro que así mira y se da cuenta de quien soy. Se va a morir de envidia la pobre."
Pero ni por asomo fue lo que ocurrió La rubia, ignorándonos por completo, seguía intentando hallar una forma de utilizar su móvil sin que tuvieran que amputarla los dedos, y ella, seguía buscando su mechero con ansia. Al cabo de un rato, se dirigió a la adolescente, señalándonos con sorna. Claro, como si tu nunca hubieses estado borracha en mitad de la acera pequeña bruja. La verdad es que fue un espectáculo lamentable. La joven nos miraba con cara de pena y asco, y tampoco ofrecía un mejor semblante a su compinche de conversación. Esta, que acabo desistiendo en la búsqueda de su mechero, se tambaleaba con facilidad, y le contaba algo a la chica con cara de emoción Quizás ahora estaba casada, y le hablaba de las cualidades de uno de sus hijos o del nuevo coche que su marido había comprado. Eso es algo, que nunca sabré. Se subieron al autobús, llevándose mis esperanzas de colegial de ponerla celosa, con una facilidad pasmante.
Sinceramente, no recuerdo muy bien el resto de la noche. Creo que seguimos bebiendo, hasta bien entrada la madrugada, y después de caerme sobre la acera al intentar mear entre dos coches, acabe refugiándome en mi piso, donde juraría que acabe dormido entre llantos y una espesa cabellera negra con olor a pachuli.

¿Tienes fuego?

Inés Bocos
Hace frío, no paro de pensar en que valía más la pena ir mal conjuntada que ir así de mona y quedarme congelada. Me vibra el móvil, lo miro y es un mensaje de Ángela, “¿Dónde estás?’’. Joder, llego tarde otra vez, la mala fama no se pone por nada, y la mía es la de tardona. Quiero contestar pero no puedo, ¡menuda mierda de móvil! siempre repito lo mismo ‘’Cualquier día lo tiro a la basura’’, cosa que bajo ninguna circunstancia haría debido a que estaría sin móvil el resto de mi vida. Me pongo los cascos y no paro de pensar donde estará el dichoso autobús.
De pronto aparece una mujer delgada, de unos 53 años, con un vestido y un abrigo negro por encima desabrochado. Hablaba por teléfono, había quedado a "y media" en el Aloha, no sé con qué tipo de hombre podría pegar esa mujer tan peculiar. Lleva un cigarrillo de liar en la boca pero sin encender, no hace más que buscar algo en el bolso de una manera más bien desesperada, intuyo que es el mechero, pero nada, no hay suerte, el pitillo se quedará en su mano dándole olor a nicotina durante toda la tarde. Se aparta el pelo de la cara y me pregunta .
- ¿Ha pasado el autobús?
Y yo me quito los cascos y paro la música (todas las señoras que hablan una vez en la parada es que quieren conversación, por lo que me volverá a preguntar algo).
- ¿Tienes  mechero? - insiste
 Y yo niego con la cabeza. Tengo demasiado frío como para hablar y observo que mi Blackberry se ha desbloqueado. Es el momento de dar a Ángela señales de vida.
La mujer me toca el hombro y me dice:
 - Estarás contenta, cómo te cantan-
Vuelvo de la luna de Valencia para escuchar lo que dicen aquellos cinco hombres que están al otro lado de la carretera, en la terraza del bar. Es un cántico un poco extraño, intentan ir todos al ritmo sin obtener mucho resultado. El whisky y el vino malo suelen tener estas consecuencias. Por lo que me ha dicho la mujer de negro las "canciones" se dirigen a mí, así que intento poner más atención y escucho algo como: ‘’Rubia, ven aquí que chica como tú no se ven todos los días’’.
Siento vergüenza ajena y me pregunto dónde se pensarán esas mujeres e hijos que están sus maridos y sus padres respectivamente. Y suelto un simple ‘’Qué pena me dan los borrachos’’. Me miró de forma extraña y apareció el autobús, soltó un suspiro que llevaba grabados los 40º del vodka. Yo la miré avergonzada por haberla insultado a la cara, y ella me miró con más vergüenza, aún sabiendo que la había insultado con razón. Preguntándose si su cita tendría la misma opinión sobre ella que yo, o si estaría en las mismas circunstancias que ella. Dos borrachos con el cigarro en la mano, en busca de un mechero para encender el pitillo y de alguien que encendiese su vida.

¡Qué día llevo!

Tomás Hernando
Después de una hora arreglándome para mi cita con un joven galán de 30 años, me dirigí a la parada de autobús que estaba cerca de mi casa. Yo, a mis 53 años de edad, tenía otro hombre que me amaba, como muchos otros anteriormente.
Llegué a la parada, allí estaba una joven a la que los felices hombres del bar de enfrente le cantaban piropos. Ella no se debió de dar cuenta de ello ya que si lo hubiese estado escuchando, habría estado encantada. Tuve que decírselo y pareció no hacerle mucha gracia, más bien se asustó. Me fijé una vez más en los hombres y no les vi nada extraño, solo se divertían, ¡ni que estuviesen borrachos! Charlé unos minutos más con la joven, hablé de mi cita con el apuesto caballero y, fijándome en su cara, pude ver que sentía cierta envidia, pocas mujeres tienen tanta suerte como yo y es normal que no aguanten mi buena fortuna.
A partir de ese momento dejamos de hablar y este silencio solo se interrumpió cuando dijo que le daban mucho asco los borrachos, ¿a qué venía eso? ¿Acaso me estaba llamando borracha a mí? Yo, que soy la mujer con más estilo y renombre de la provincia…. Justo el autobús abría sus puertas, y yo fui decidida a darle con el bolso en la cabeza a esa muchacha que acababa de faltar el respeto a una mujer con clase. Lo que vino después no lo recuerdo con claridad, no sé si fue un resbalón, la propia joven que me empujo o a saber que me pasó en la cita, solo sé que me desperté en la camilla de un hospital.

Escena desde el autobús

Lorena Nieto
Salí de casa, como siempre con prisa, camino de la parada del autobús. El tiempo se me echaba encima, así que no tuve que esperar demasiado. Me monté en él, tambaleándome, tan patosa como siempre que un autobús arranca con fiereza. Conseguí sentarme a pesar de todo y me puse a escuchar música para pasar el rato. El autobús volvió a detenerse y esta vez se subieron dos personas, una de ellas desconocida para mí. La otra, Inés, avanzó por el pasillo hasta sentarse a mi lado; me fijé en su expresión, se reía y me indicaba con su risa que prestase atención a la mujer que caminaba a su espalda. Aquella señora, de negros y rizados cabellos, consiguió hacerme pensar que a su lado yo era la persona más ágil del mundo. Recorrió un camino para ella eterno hacia un asiento libre. Se sentó con un aplomo que denotaba que el hecho de sentarse era ya una proeza. Pero era imposible que una persona tuviese tan poco sentido del equilibrio, y estaba cayendo en este detalle cuando Inés comenzó a contarme su historia.
Aquella mujer se había sentado a su lado a la espera del autobús, algo nada fuera de lo común. Inés, distraída matando el tiempo con su teléfono móvil, no se había dado cuenta de que un grupo de borrachos a la puerta del bar de en frente, estaban dedicándole una canción. La señora no tuvo problemas en hacérselo notar, a lo que ella contestó ‘Estos borrachos… ¡qué pena dan!’. Pero lo que Inés no sabía, y descubriría poco tiempo después, es que aquella señora de rizos cuyo nombre todavía desconocemos, era una de esos penosos borrachos. La señora metida en su mundo, comenzó a relatarle sus planes de esa tarde: tenía una cita y se encontraría con un hombre a la salida del autobús. Empezó a agachar la cabeza y a colocarla entre las piernas mientras le contaba lo mucho que se mareaba. El autobús llegó, salvando así a Inés de las locuras de aquella señora. Inés aceleró el paso con la esperanza de subirse rápidamente y sentarse muy lejos de ella, pero la señora que creía haber encontrado en Inés una amiga, le pidió que le dijese el conductor que la esperase, alegando que si corría, se caería de sus tacones.
Personalmente me gustaría saber cómo acabó la tarde la señora o simplemente si llegó sana y salva a su cita. Mientras tanto, solo puedo fantasear con el final de esta anécdota.

Horroroso error

Agustín T. Gutiérrez Delgado
La borra del café se cayó al suelo. No la novela de Benedetti sino las sobras de la cazoleta de la cafetera. La camarera se puso a barrer mientras en el ambiente se barruntaba cierta tensión. Fuera, en el pasillo, se oían gritos y berridos arrebatados de algún alumno enfurruñado con el mundo. El otoño acababa de arribar y la berrea ya estaba aquí. En la cafetería del instituto un repetidor se aburría en una esquina y otro se aburraba leyendo el Marca. Mientras los profesores, esbirros de la administración, se atiborraban a sopas de pan o a bocadillos de berros y birras. Yo, acodado en la barra, veía la vida pasar cual Barrabás arrepentido 
La noche anterior había llovido mucho y la entrada se había llenado de agua y lodo. Al igual que mis zapatos, yo me sentía completamente embarrado. La camarera me tuvo que echar de la barra por mi bien. Decía que desbarraba.