Tiempo de cambio

Lorena Nieto
Once años… aquellos años de cambio, en los que se está a un paso de ser adolescente, pero se recula con facilidad para volver a ser niño. Exigimos ser tratados como a alguien de más edad, pero no queremos aceptar las responsabilidades que esto conlleva. Cambiar es duro y cuando se experimenta, comienza un debate entre si hacerlo o no. Cuando al fin se decide que sí, si tenemos hermanos mayores los imitamos y si no se tienen, se copia a cualquier otro. Buscamos un ídolo y también lo imitamos. Aprendemos todo, y si no es bueno, pues mejor.
Aunque en cierto modo cambiar es duro, porque al tiempo que exigimos más libertad se nos exige más sacrificio, nos satisface comprobar que tenemos más autonomía respecto a los padres, y cuando lo probamos… queremos más. Y en ese momento la situación da la vuelta; dejamos de ser nosotros los que estamos pendientes todo el día de los padres y pasan a ser ellos los que están detrás de nosotros.
Supongo que, como seguramente también hayan hecho conmigo, será normal mirar hacia la generación de hoy en día y pensar ‘son salvajes’ o ‘yo no era así’. Aunque por mucho que me pese, en realidad era igual que ellos. Por otra parte, ¡quién sabe si en otro puñado de años estaré pensando lo mismo que hoy!

Gregorio

Carlos Rodríguez Mayo
Tengo un alumno en segundo de bachillerato que padece un mal degenerativo. Cada día lo veo llegar en una furgoneta especial, sentado en silla de ruedas, y luego contemplo cómo lo suben por la rampa y cómo lo meten en el ascensor para después llevarlo a sus clases. A él, creo, le gusta mucho el instituto. En su rostro alargado destaca el filo cortante de su nariz y unos ojos pequeños y brillantes, hundidos como plomos en sus cuencas. Sus piernas y sus brazos son finísimos, puro pellejo sobre el hueso, lo mismo que su tronco esquelético, que está siempre disfrazado bajo la camiseta blanca del Madrid. Según me cuenta su madre, el uso de este atuendo no tiene nada que ver con mi vocación blaugrana, sino que es más bien el resultado de una afición a los deportes tan intensa, que su vida hasta ahora se ha regido por las fechas de algunas grandes gestas deportivas. En efecto, parecerá extraño contarlo así, pero él se quedó tetrapléjico el día en que Fermín Cacho ganó su medalla de oro, se quedó ciego cuando Indurain se bajó de la bicicleta, perdió el control sobre sus cuerdas vocales al tiempo que el Madrid conseguía su octava copa y el de sus manos justo el mismo día en el que se le estropeó el coche a Carlos Sainz. Teniendo en cuenta que sólo deletreando para ir componiendo paso a paso una palabra puede comunicarse con nosotros, el claustro de profesores ha decidido prohibirle que pregunte nada en clase y ha adquirido la obligación de grabar los contenidos en cinta magnetofónica, dado que el oído es, junto al tacto, la única vía de relación con los demás que aún le obedece. Naturalmente es opcional lo de limpiarle con un kleenex esa baba reseca que se le pega a la boca o lo de aprender a disponer sus cuatro huesos en la silla de ruedas, cuando se escurre. Muchas veces he pensado en que podría darle un achuchón, como hace la profesora de gimnasia, o en rozarle con la mano su cabeza de cepillo, como hace el secretario. Sé que a él le gustaría, pero a mí no me sale espontáneo, así que no lo hago. En todo caso, lo importante es que no nos llevamos mal. Él me presta toda su atención mientras explico y yo disfruto atizando la vieja rivalidad de nuestros clubes. Si le pillo con el cuidador por los pasillos aprovecho para meterme con Figo o con Raúl y él se lo ríe entre extraños alaridos y alarmantes convulsiones, pero no cede ni un ápice. Su rendimiento ha mejorado. Ayer le puse un test de Geografía y estoy francamente sorprendido. No contaba con la idea de que las cordilleras y los ríos alimentaran su imaginación con tanta fuerza. Al final creo que le va a caer un notable. Podría ponerle más, pero antes tengo que lograr que abandone esa sonrisa, cada vez que pierde el Barça.

Jálogüin en la cafetería

Agustín Gutiérrez Delgado
Una leyenda urbana que corría por el instituto decía que más o menos una vez al mes, coincidiendo con la luna llena, las camareras de la cafetería se convertían en mujeres lobo. Los nuevos alumnos creían que durante esos días les salía pelo por todo el cuerpo, se les afilaban los dientes y se les agriaba el carácter hasta parecer que se comían a la clientela. En los días de luna llena los alumnos más jóvenes se traían el bocadillo de casa y se abstenían de comprar chuches.
Los profesores y los alumnos de los cursos superiores sabían que la leyenda urbana era mentira. Las camareras eran así todos los días del mes.

Vives o twiteas

Claudia García González
Hace no muchos años, un famoso cantante melenudo llamado John Lennon, hablaba en sus letras sobre el paso del indestructible tiempo. Con esto, una de las grandes frases que pasó a la historia no es otra que "la vida es aquello que te va sucediendo mientras estas ocupado haciendo otros planes".
A pesar de ser una de las frases que quizás reflejen de manera mas clara el espíritu humano, si hablamos del tipo de hábitos que mantenemos hoy en día, prácticamente no sería aplicable. Para mí, la que tendría más sentido seria algo como: "La vida es aquello que te va sucediendo mientras twitteas y tú no le prestas atención." Y no hay mejor manera de demostrarlo que echar una mirada alrededor y fijarte en cuantas personas tienen un móvil pegado en la mano. No importa dónde ni cuándo. En el trabajo, en los institutos, en cafeterías, en bares...
La cuestión es, que a la par de útiles, también son un gran mecanismo de convertir a las personas en pequeños abducidos sociales. ¿Acaso se siguen viendo chicos emocionados al ver a amistades lejanas? ¿A mujeres indecisas de si pedir o no a ese vecino guapo que te invite a un café? La respuesta, evidentemente, es no.
No solo tratamos a nuestras amistades y relaciones a través de estos aparatos como si fuesen meras máquinas a las que alegrar con un bonito emoticono, sino que las nuevas relaciones también se basan en eso, puro cartón-piedra tecnológico. Pero lo peor, sin duda, no es que cuatro adultos hechos y derechos decidan manejar su vida de esta forma, sino que tampoco es extraño ya ver en colegios esta manera de relación, ni que los propios padres satisfagan esta demanda de sus hijos. Hoy en día los niños nacen con un smartphone bajo el brazo, por lo que, los futuros adultos, ya vienen mamando esos malos hábitos antes de que sepan sacarse los gases solos.
Con esto no intento presentar una idea apocalíptica del mundo donde las maquinas nos controlen totalmente (recemos), pero sí soy partidaria de cuidar las relaciones personales a la manera clásica. Buenas conversaciones, interacción y muchas risas, y dejar más de lado esta nueva pseudo-religión a la que llamamos tecnología.

Escríbeme

Ines Bocos
Qué curioso que aquello que está destinado a juntar kilómetros separe centímetros. Es más normal ver sonrisas a una pantalla que a cualquier chica. Y las miradas, clavadas en esa pantalla, esperando a que se ilumine, vibre o suene. No sé qué pueden regalar 12 teclas numeradas que poseen cada una 3 o 4 letras, o en su defecto una pantalla que al mínimo contacto nos representa de nuevo las 12 teclas. Es extraño o más bien penoso que lo primero que hacemos al conocer a alguien es pedirle el número de teléfono, podríamos hablar de dónde trabaja, qué estudia o cúal es su helado favorito, pero en vez de eso prefermos preguntárselo a la mañana siguiente, vía mensajería instantánea. Aún más curioso es que si, por algún casual, esas dos personas llegan a obtener una cita, en ella, estarán más pendientes de las 12 teclas que de la persona que tienen enfrente. Sin embargo, a la gente le encanta esto. Ya no está de moda lo de tirar piedras a la ventana a las tres de la madrugada, ni las cartas en las taquillas, ni contratar una banda de mariachis para que canten bajo el balcón de cierta persona, es más yo creo que ni siquiera un mensaje en el cielo se podría igualar a la sensación del móvil, a cuando lo abrimos y vemos el nombre de esa persona, la que desearíamos que se acordase de nosotros. La misma persona a la que, cuando la tenemos enfrente, la ignoramos.

Sí, desgraciadamente

Lorena Nieto
¿Hemos convertido el teléfono en algo necesario para nosotros? Por supuesto que no –pensó mientras lo escribía a modo de respuesta-. Pero entonces dejó su mente en blanco mientras le daba vueltas a esta pregunta aparentemente simple. Pensó en cómo según se despertaba y mientras las primeras luces del alba se dejaban ver, lo primero que hacía era cogerlo y comprobar si alguien se había acordado de ella. Si alguna de sus amigas le había mandado un sms, si quizás le habían escrito mediante whatsapp, o si alguno de los chicos con los que tonteaba le había echado de menos. Esta vez la pregunta la planteó ella, ¿De verdad que no sería más sencillo que en lugar de usar el móvil como intermediario entre personas, se hablase cara a cara? Además tendría más mérito -reflexionó-. Se imaginó a alguna de sus amigos diciéndole te quiero a la cara, esa palabra que pocos entienden y que tan a la ligera se usa. Sonrió con tristeza ya que esa repentina imagen le pareció bastante improbable. Intentó imaginar también a alguno de esos chicos con los que compartía frases casi a diario diciéndole: ¿Cómo estás? por la calle, simplemente esas dos palabras tan bien elegidas, que también son usadas en cualquier conversación pero con las que no se quiere obtener una respuesta, sino que se contesta con un bien automático. ¡Qué tontería, pero por un momento desearía retroceder a algún tiempo en el que de verdad a alguien le interesase la respuesta a un cómo estás…! Muy a su pesar, tachó su respuesta inicial para sustituirla por un ‘desgraciadamente para nosotros, sí’.

Soneto para Carlos Jerez

Elena Galiano
Vedlo ahí, socarrón y caballero,
no por montar rocín: por elegante.
Oronda la figura y el semblante,
poeta, profesor y cocinero.

Artista de las letras y el puchero,
cabal en la palabra y en el cante,
políglota, tenor, experto en Dante,
elocuente orador y buen marcero.

Dicen que se jubila y al Camino
se va de despedida y de parranda
y aun le oyeron contar chistes en chino.

Cuando se marche, el Ría se desmanda;
pero en Casa Genoz guardará el trino.
Este es Carlos Jerez: quien manda, manda.

El maestro

Elena Galiano
Alguna vez tenía que terminar. Había llegado la hora de empezar una nueva etapa.
Los niños se habían ido marchando del aula, la fueron abandonando sin saber que serían ya lo últimos, que eran ya la retaguardia del ejército de criaturas que había ido moldeando con sus manos, ya cansadas después de tantos años.
Habían sido como figuras de arcilla, de cera blanda, que iban tomando forma al calor de sus dedos; proyectos de hombres, de mujeres, que aprendían con él los nombres de las cosas.
Sus hijos, los propios, los que llevaban su sangre, hacía tiempo que volaron, que dejaron ser niños. Pero entonces quedaban aún los otros, aquellos que nunca crecían, los que cada septiembre regresaban igual de pequeños y lo miraban los mismos ojos asombrados. Siempre idénticos y sin embargo completamente diferentes unos de otros; siempre con el alma nueva, en tanto se iba volviendo cada vez mas viejo. Esos niños que ahora también le dejaban; esta vez para siempre.
Los últimos años fueron los más cansados, pero también los más emocionantes, porque entonces ya iba sabiendo que aquellos serían ya los últimos, que esta vez los niños crecerían para siempre. Que no habría más chavales llenando las aulas, escuchando con ojos muy abiertos, riendo con risas nuevas las historias tantas veces repetidas pero que siempre salían como recién nacidas de sus labios.
Que no volverían a rodearlo, siempre colgados de sus palabras, muchas veces agradecidos, casi siempre afectuosos. Tan puros como solo puede ser puros los niños, con el alma tan limpia,  tan nueva como siempre la han tenido.  Como la que tuvieron aquellos otros que ya eran hombres. Aquellos que encontraba todavía a veces por la calle y le estrechaban la mano y lo miraban aún con aquella antigua reverencia infantil, con aquella gratitud que sólo es capaz de mostrar un niño ya crecido que mira a su maestro.
Sucumbiendo a una marea de nostalgia, volvió a abrir los viejos álbumes. Acarició con dedos ya un poco temblorosos aquellas fotografías en blanco y negro de los primeros años. Cuando las niñas aún llevaban babys blancos y los niños pantalón corto. Y se reconoció a sí mismo -también él mismo, aunque tan diferente- vistiendo camisa a cuadros y pantalones de campana, luciendo gafas enormes y patillas.
Luego las otras más modernas: el color desvaído de los ochenta, las diademas rosa, las camisetas de fútbol, las zapatillas deportivas, las mochilas de ruedas… Y siempre la misma sonrisa en los rostros, como si fuesen las mismas almas en cuerpos diferentes. Y su propio rostro, cada vez más viejo, con la sonrisa cada año más fatigada.
Ahora era el momento de descansar. Aquellos que pasó, pasó, como todo pasa. Cerró el álbum y apagó la luz del flexo. Había llegado el momento de empezar de nuevo. De emprender nuevos proyectos. De guardar los viejos recuerdos en un cajón y esconder la llave. De volver a estudiar, de retomar las aficiones siempre postergadas por falta de tiempo. De encontrase con viejos amigos. De viajar. Se acordó de pronto de su mujer y entró en la cocina, donde ella se afanaba con sus guisos. Se sentó junto a ella que lo miró extrañada. Hacía mucho tiempo que no se sentaba a mirarla en silencio. Ella le sonrió.
-¿Qué vas a hacer hoy? -preguntó él. 
- Es martes, iré al mercado del pescado a ver qué tienen y luego tengo que pasar por la zapatería a recoger tus botas, que ya estarán.
Él la miró un momento, con una ternura ya casi olvidada, y le devolvió la sonrisa.
-Te acompaño.

¡Qué tiempo aquel!

Tomás Hernando Saiz
¡Qué tiempo aquel en el que me creía el centro del mundo! Cuando exigía en todo momento que me atendiesen como si tuviese todo el derecho del mundo. Pidieses lo que pidieses, tus padres o tu familia casi seguro te lo iban a intentar dar, ya fuese un juguete, o que te llevasen a algún sitio. Y si no me lo daban, ¡se iban a enterar ellos! ¡Yo, que soy el ser más importante, van y se atreven a no satisfacer una de mis “importantísimas” necesidades! Era entonces cuando comenzaba a gritar y llorar sintiéndome un desgraciado porque mis padres me odian y no quieren darme otro de mis caprichos.
Gracias a Dios, no sufría “todos los días estas desgracias”. Al fin y al cabo, te los pasabas con tus amigos corriendo sin parar como si nuestro cuerpo no tuviese límite, imitando a los protagonistas de nuestros dibujos o series favoritas, aunque a veces podía acabar en disgusto porque todos quieren ser el mejor y más fuerte de todos ellos.
Nos gustaba imitar a nuestros protagonistas favoritos pero, cuando venía alguien mayor, a ninguno le gustaban esas series de “niños pequeños”, a nosotros nos dejaban de gustar los dibujos en esos momentos. Era como si al ver a esa persona “sagrada” de los 15 o más años, todos dejásemos nuestros gustos y aficiones, y nos interesásemos más en los de él, que era lo que se llevaba a su edad.
Con el paso de los años y al alcanzar la edad de esas personas “sagradas”, te das cuenta de que no tenían (y tenemos) nada en especial, salvo que para nosotros era algo en lo que fijarnos para que nos considerasen a nosotros personas más mayores de lo que realmente éramos.

Había una vez una niña

 Claudia García González
Había una vez una niña,
mas dulce que diablilla
con un vestido de topos
y unos zapatos con hebilla.
A la niña le gustaba el mundo,
con sus alegrías y sus disgustos.
También tenia risa floja
e inocencia de monja,
y ese deje distante
en su carácter de diamante.
La niña era consentida
mimada y soñadora
le daban igual las normas
y el llegar a ser una "señora".
Ella era feliz con sus pestañas,
sus manitas y sus mañas.
Pero un día llegó el tiempo,
con sus caballos de aguacero,
sus entrañas de demonio
y su risa color fuego.
El tiempo se comió a la niña,
a su vestido y sus hebillas,
tiñó de negro sus pestañas
y dejó de lado todas sus mañas.
La niña ya no es niña,
pero la niña sigue siendo ella,
con muchas menos ganas
de conocer la inocencia.

Armagedón

David Loyo Pérez
Todos corrían y buscaban su alivio. Se crearon colas inmensas de gentes inquietas, atemorizadas, convulsas... Las personas corrían de un lado para otro, de forma caótica, buscando la puerta correcta que les procurase remedio momentáneo a sus males. Se llegó a un punto en que no se respetaban ya las filas, en que la gente trataba de saltarse violentamente su turno, y también estaba aquél al que no le daba tiempo ni de musitar unas últimas palabras. La peste circulaba libre y salía por las ventanas, y nuevas personas sufrieron pronto el contagio. Las descargas y los tiramientos de cadena eran continuos. Todo el sistema de canalizaciones estaba funcionando a pleno rendimiento. Aquello parecía un Día de Año Nuevo. Y venga y dale, y venga y dale, uno tras otros, todos pasaban por taquilla. La peste era insoportable, fulminante. Muchos iban soltando su misma vida por el pasillo, donde tan siquiera había un mínimo en productos de limpieza, donde la higiene brillaba por su ausencia. Los vapores llegaban a colocar a la gente; y comenzaron las visiones: unos decían que si la Virgen, otros que si Nuestro Señor Jesucristo, y hasta unos pocos hablaron de extraterrestres.
Los recipientes rebosaban, la gente nadaba en plena sustancia, entre espesores y licuefacciones. Y mientras, las canalizaciones a pleno rendimiento, dale que te pego, duro y dale, y venga y sigue, y toma y toma…  Los sistemas colapsan. Los organismos colapsan y suenan las Trompetas, y todo revienta en una orgía de hedores y pestilencias, de cuestiones traseras, con papeles, sin sentido… Ese, zeda, jota, i…

Adictos al buen café

Agustín Gutierrez Delgado
Cada día que iba a la cafetería le parecía más pequeña. Todo había comenzado unos meses antes. Al principio, casi de forma imperceptible, sentía que había menos espacio en la barra y que las paredes del local poco a poco estaban más cerca una de otra. Los adictos al buen café y a la charla con las camareras, sin embargo, no podían dejar de acudir todos los recreos. Apenas podían entrar ya los niños y los más gorditos empezaron a tener que conformarse con gritar lo que querían desde la ventana.
Aquel día el profesor de lengua necesitaba su café y haciendo un gran esfuerzo por entrar, metiendo tripa y rompiéndose alguna costilla logro entrar en la cafetería. Fue el día en que las dos paredes opuestas lograron tocarse.

Otro café

 Agustín Gutiérrez Delgado
El ambiente estaba muy tenso en el instituto. En el transcurso del año habían muerto tres profesores. El de matemáticas en un accidente de coche, la de física arrojada de un sexto piso y el profesor de lengua de un colapso total de sus funciones vitales.
Los profesores se miraban unos a otros cariacontecidos y tristes. Parecía que una maldición hiciera que el claustro de profesores descendiera poco a poco.
Solo la cafetería seguía funcionando con normalidad habiéndose convertido, de hecho, en el único remanso de paz donde se refugiaban los nerviosos profesores. Allí, como siempre, estaba la guapa y alegre camarera cuya charla animaba a los que se acercaban a tomar café.
Uno de los habituales era el profesor de Historia. Tomaba café en vaso grande con sopas de pan duro. Aquel día no se encontraba bien, se le habían dilatado las pupilas y no lograba ver con nitidez así que, al revolver el café, se le cayó la cucharilla al suelo y allí le pareció vislumbrar cómo la punta del pie de la simpática camarera empujaba bajo el mostrador una hoja de belladona mientras le ofrecía la más tierna de las sonrisas.

Yo también tuve 11 años

Agustín Gutiérrez Delgado
Yo también tuve 11 años y pensé que mis padres me odiaban y que querían más a mis hermanos. Pensaba que me reñían porque les gustaba. Creía que el mundo era yo y ninguna otra cosa. Admiraba a los alumnos de 15 años y copiaba sus comportamientos. Creía que las series de televisión eran reales e intentaba imitar su estética. Yo también tuve 11 años y lo pasé fatal.

La tormenta

Agustín Gutiérrez Delgado
Los policías se arremolinaban sin saber qué hacer mirando un montoncito de ceniza humeante junto a un gran cuchillo cebollero en la cafetería del instituto.
El día había amanecido gris y tormentoso. Los charcos iban creciendo en el patio y las camareras esperaban una mañana ajetreada con los chavales hacinándose en el pequeño local para no mojarse. A la obscuridad del día se añadían los cortes de electricidad por la tormenta.
Para la camarera el día había despuntado más negro aún. A las ocho se había cortado un dedo con un vaso roto en el fregadero, a las nueve se había quemado con aceite de la sartén, a la diez se clavó un cuchillo mientras pelaba patatas. A las diez y media, sin poder aguantar más la presión y el agobio de los pequeños clientes, todavía con el cuchillo en la mano, levantó los brazos implorando un poco de tranquilidad a la vez que un relámpago iluminó el bar por fin.