La Fenice

Carlos Rodríguez Mayo
Dos semanas después del incendio de la Fenice viajé hasta Venecia. Me acerqué a ver sus ruinas. ¡Qué desastre! En la plaza, frente a su fachada, se levantaba una carpa con un cartel improvisado: "Per lo rinascimiento de la Fenice". Mientras tanto un muchacho gritaba el reclamo: "Vengan a ver el espectáculo, vengan a ver al Gran Ovidio, el mejor mago del mundo". Una mujer obesa me cobró la entrada y descorrió la cortina. Al fondo, se alzaba un estrecho entarimado con una mesa. Delante, veinticinco sillones de plástico, alineados en cinco filas, absorbían la luz tibia de un farol. Apenas una docena de espectadores aguardaban en silencio. No hizo falta esperar mucho. Se encendió el foco y apareció el mago. Se descubrió, hizo una reverencia y depositó sobre la mesa su chistera. Miró hacia arriba y concentró nuestra atención sobre sus manos, que sacaron del sombrero una paloma. La mujer obesa se acercó, la guardó en una caja y se retiró con ella a un segundo plano. Hubo algunos aplausos. De un pequeño cajón que había en el suelo, sacó un quemador de gas, instalado sobre una bombona azul. Con una cerilla que había extraído del bolsillo de su chaqueta lo encendió. Después levantó la vista hacia la mujer, que ya volvía, recogió a la avecilla blanca de su caja y con un movimiento rápido e inesperado la puso justo sobre el fuego. El público se revolvió en sus asientos: ¿Acaso pretendía quemar a la pequeña paloma? El pájaro extendió sus alas e intentó escapar volando, mientras se escuchaban las primeras quejas: ¿Che cosa fa? ¿Se ha vuelto loco? Sin embargo, aún no había llegado al techo el animal, cuando su cuerpo estalló. Las plumas se expandieron en cascada. Como blancas mariposas planearon en el aire y aterrizaron sin prisa en el pañuelo que “El Gran Ovidio” acababa de sacar de su bolsillo. Seguidamente, lo guardó todo en su sombrero y pidió la atención del público: "Fénix columba siriorum est", repitió en cuatro ocasiones, ante el recobrado silencio de su ahora mudo auditorio. El mago cerró los ojos y esperó el efecto de su conjuro. Pasaron diez largos segundos. Finalmente, zureando como si nada hubiera sucedido, reapareció la paloma en el hueco de la chistera. “El Gran Ovidio” la mostró sonriente y un rumor de aprobación emergió del auditorio: “La Fenice, é la Fenice...”

Lenguicidio

Agustín Gutiérrez Delgado
Era un día cualquiera en el bar del instituto. La camarera pelaba patatas con un gran cuchillo tras la barra, dos profesores tomaban su café mientras leían el periódico y varios alumnos del último curso sin clase estaban sentados en una esquina, amodorrados, esperando a que el timbre del recreo los sacara de su letargo. 
La puerta se abrió y apareció el profesor de lengua. Tenía un aspecto extraño, los ojos inyectados en sangre y su, habitualmente, bonita y cuidada melena estaba totalmente desordenada. Empezó a balbucear palabras inconexas como competencias proactivas, competenciales proactivianas, proacciones diagnosticativas, diagnósticos procompetenciales, protocableado… Solamente entonces los demás volvieron la vista hacia él y vieron que en las manos llevaba guedejas de su propio pelo. En ambos lados de la cara tenía arañazos como si hubiera intentado arrancarse los ojos con sus propias manos. Al menos Edipo había tenido cerca los broches del vestido de su madre-esposa.
Los bebedores de café se apartaron un poco y los alumnos siguieron adormilados en su rincón, sin embargo, la camarera miró con ternura al recién llegado, se acercó a él y lo abrazó con comprensión, con calidez, como abraza una madre.
Al profesor de lengua se le fue cambiando la expresión de la cara y un rictus de tranquilidad se reflejó en sus labios. Además de la sensación de sosiego que le había proporcionado el abrazo, sintió una felicidad que había dejado de sentir hacía tiempo.
La camarera se separó de él todavía con el cuchillo en la mano y un charco de sangre empezó a formarse a los pies del desquiciado profesor.

Para siempre

Ana Fernández Navamuel
-Para siempre.- Pronuncio aquellas dos palabras en voz alta lleno de rabia. Ya no consigo creérmelas a pesar de que algún día sonaron para mí tan creibles. Una lágrima se desliza suavemente por mi cara hasta perderse por el cuello de mi camisa.
Guardo el retrato con la esperanza de detener ahí mis recuerdos y no tener que acordarme otra vez de todo lo que pasó después. Enciendo la televisión e intento prestar atención tratando de no pensar en ella. Es imposible. Siento su falta incluso al respirar.
Claudia había sido lo mejor de mi vida, había sido mi vida, y de repente, la muerte me la había arrebatado, sin preguntar, dejándome vacío por dentro y sin ganas de vivir.
No se quién de los dos es más egoísta. Puede que yo, por no entender que ella se había ya marchado para siempre, por no entender que la eternidad no existe por mucho que se ame, y por no entender que la frase " Para siempre" es simplemente una ilusión que nos acompaña y nos da esperanzas para seguir.
Me siento egoísta reconociendo su muerte como algo inexplicable e injusto, sin pararme a pensar que nuestra historia, aunque única, no iba a ser una excepción y tendría, como todas, un final. Ni ella, ni yo ni nadie será nunca una excepción.
Entendí que la vida es como todo, que hay que pagar un precio por disfrutar de ella, y en éste caso, se paga al final sín la oportunidad de marcharse sin hacerlo.
Para mí todo ha terminado. Seguiré viviendo, respirando y sintiendo, pero nada me hará feliz otra vez, sólo recordar el tiempo que pasé junto a Claudia, un tiempo maravilloso, siempre corto, nunca suficiente.
Su muerte me ha hecho salir de nuestro mundo, aquel que habíamos construido con la intención de que ni siquiera la muerte nos alcanzara, y me doy cuenta de que lo que no es justo era que ella y yo permaneciéramos juntos para siempre.

Al final del tunel

Alba Gutiérrez Hurtado
Estoy muerto. No siento nada. La sangre ya no corre por mis venas. Mis oídos no captan sonido alguno, mis ojos están cegados. La oscuridad me envuelve por completo. 
Noto que caigo. Adónde me dirijo, no lo sé, tampoco me importa. Poco a poco me sumerjo en las tinieblas. Lo que queda de mí experimenta el vértigo. Quizá sea ésta la última sensación que mi cerebro recoja. No es agradable, pero me aferro a ella con esperanza. Puede que aún esté vivo. Me equivocaba, un terrible dolor conquista mi mente y la obliga a rendirse. Caigo cada vez más rápido a la vez que pierdo la consciencia. 
Recupero el conocimiento paulatinamente. La oscuridad sigue reinando en el ambiente. Esperaba que esto fuese un sueño, pero no, es real. A veces no hace falta soñar para vivir una pesadilla. 
Intento moverme, pero es en vano. Ni siquiera sé si tengo un cuerpo. Tan sólo conservo algo muy valioso, la mente. 
Tras comprobar que no puedo hacer nada más que meditar, pienso en cómo he muerto. Apenas lo recuerdo. Sólo sé que al principio todo estaba negro y que después, la luz me cegaba. Entonces me di cuenta de que algo iba mal y noté un fuerte golpe que sacudía mi cuerpo como si se tratase de un muñeco de juguete. Después vino la oscuridad y, a continuación, la muerte. 
Siempre me había preguntado cómo sería morir. No es que tuviese miedo, pero una curiosidad morbosa me instaba a cuestionarme cómo debía ser. A menudo me había imaginado que la Parca aparecía como un ángel negro vengador y sacudía tu alma con su afilada guadaña. También había pensado que simplemente dejabas de pensar, así sin más, o que Dios te recibía en las puertas del Paraíso y, o bien te dejaba pasar, o te mandaba directo al Infierno. 
Si alguien me preguntase ahora cómo es la muerte, le respondería que al principio es agradable, pero que a la larga es el peor castigo que puedas encontrar. Morir es sumergirse en la nada, a solas con tu mente, con tus sentimientos, con tus recuerdos, con tus malas acciones… Pasar la eternidad pensando, sin distracciones, al principio puede resultar consolador, pero después se hace cansino, más tarde insoportable y, finalmente, la locura llama a tu puerta. Los malos recuerdos pasan por tu cabeza una y otra vez, los remordimientos desgarran tu ser, los buenos momentos los olvidas por completo. Eres incapaz de dejar la mente en blanco. No hay nada que pueda distraerte. Allí donde miras sólo encuentras oscuridad y tinieblas. El color negro se alza orgulloso y engulle a los demás. Nunca me había disgustado ese color, era uno más. De ningún modo pensé que llegaría a temerlo y a odiarlo con toda mi alma. 
La angustia comienza a invadir mi ser. Soy incapaz de expulsarla. La nada que me envuelve es infinita y el tiempo en el que voy a estar en ella, la eternidad. Si tuviese en mis manos un arma y supiese que tras la muerte no hay absolutamente nada, cortaría el fino hilo que la separa de la vida sin pensarlo. Pero esta situación no la aguanto más. Si sigo así me volveré loco. 
Sin quererlo, una secuencia de imágenes borrosas comienza a cruzar rauda mi mente. Los fotogramas van demasiado rápidos como para distinguir unos de otros, pero pongo a trabajar a mi cerebro en ellos y me evado inconscientemente de la angustiosa sensación que me embargaba. 
Lentamente consigo que las imágenes se sucedan más despacio y empiezo a reconocer algunas de ellas. Me doy cuenta de que juntas componen los últimos minutos de la que fue mi vida. Me concentro y revivo esos instantes: 
Velocidad, qué gran sensación. El viento acaricia mi piel y alborota mi cabello mientras el paisaje apenas se distingue tras las ventanillas bajadas. Las rayas blancas discontinuas de la calzada se convierten en una sola línea que desaparece bajo mi mirada. Los automóviles que se mueven en dirección contraria se convierten en puntos de los más variados colores. No hay nadie que se sienta como yo. Soy el rey de la carretera y ésta se rinde a mis pies. Es sólo mía. 
El coche se mueve a gran velocidad, pero sigo pisando el acelerador. Deseo ir más y más rápido. Quiero volar sobre la calzada, experimentar lo que ningún ser humano haya sentido jamás. 
La muerte está lejos. Soy joven, estoy en la flor de la vida. Tengo todo un futuro por delante. El peligro es ajeno a mí. 
Me introduzco en un túnel. Las señales en el techo y los símbolos dibujados en el suelo me indican que debo ir mucho más despacio, pero me da igual y sigo acelerando. 
El motor comienza a quejarse por el esfuerzo. Está casi al límite de su potencia. En la recta ha adquirido casi la velocidad máxima. 
El ruido del coche invade el túnel y mis oídos. Parece que van a explotar pero, en vez de dañarme, el sonido me agrada. El aire sigue golpeando mi cara. Mi corazón late cien veces por minuto. La sensación es increíble. La adrenalina alimenta mi cuerpo y me siento más fuerte que nunca. Nada ni nadie puede detenerme. Soy imparable, invencible. 
Veo el final del túnel. Me imagino el instante en el que la luz me envuelva de nuevo por completo. ¡Qué gran momento! Me aproximó a la claridad a la velocidad del rayo. Ya falta poco. El motor ruge, me imagino que es por la emoción. Sólo unos pocos metros y… 
Salgo al exterior y la intensa luz ciega mis ojos durante unos segundos. Cuando vuelvo a ver, una señal roja y blanca reclama mi atención. Al momento ya no la veo, pero conservo su símbolo en mi mente y sé lo que significa: curva peligrosa. Tardo un instante en reaccionar, pero cuando lo hago es demasiado tarde. El ruido de la carrocería al plegarse como un acordeón y el dolor intenso y breve que me invade, son los últimos recuerdos que conservo de mi existencia. Después viene la nada, la oscuridad. 
Parece como si todo se hubiese quedado en silencio, pero desde que he muerto no he vuelto a oír nada más. 
No recordaba cómo había perdido la vida y ahora me reprocho a mí mismo por la manera tan estúpida de la que lo hice. Soy imbécil, o más bien lo era. Ahora no soy nada, absolutamente nada. 
La velocidad, ¿qué sensación es esa comparada con la de vivir? Si hubiese meditado esto antes no hubiese pisado el acelerador y mi coche descapotable no se hubiese estrellado contra el quitamiedos. ¿Me ha servido para algo la velocidad? No, tan sólo para perder la vida inútilmente. Qué tonto fui.
Me pregunto si alguien se acordará de mi nombre o de mi rostro en el mundo de los vivos. Seguramente no. Puede que la noticia de mi accidente salga en algún telediario y quizás alguien diga “¡Pobre muchacho!” o “¡Estúpido loco!”. Lo que está claro es que cuando pase un tiempo ya nadie me recordará. Pasaré a ser un anónimo más. El mundo no se acabará con el fin de mis días. La vida continuará, pero yo ya no podré vivirla. 
Si tuviese ojos lloraría. Lloraría de rabia y de pena, por mi familia y amigos, por mi cuerpo y mi vida, por todo aquello que nunca he valorado y que ahora echo tanto de menos. 
Me acuerdo de cuando me sentía invencible. Parece que han pasado años desde aquello. Ahora soy un ser frágil e inservible, ni siquiera una sombra de lo que fui. 
Interrumpo mis pensamientos porque hay algo que capta mi atención. Es sólo un punto diminuto de luz blanquecina, pero resplandece como una estrella en un mundo de oscuridad total. Me gustaría acercarme, pero no puedo moverme. Noto cómo poco a poco ese pequeño foco luminoso se hace cada vez más grande. Parece venir hacia mí. Es un agujero de luz que provoca que mis esperanzas dormidas vuelvan a iluminarse. 
Cuando alcanza un tamaño considerable, pienso que esa claridad me suena de algo. El recuerdo acude rápido. Se parece mucho al momento previo a salir del túnel. Me acuerdo de la expresión “la luz al final del túnel” y pienso que es una gran ironía en estos momentos porque, justo después de esa luz, la muerte me acogió en su regazo. 
La claridad se ha expandido y casi me envuelve por completo. Ya no veo el odiado color negro, sino que ahora todo es blanco y puro. Parece que la luz despierta en mí nuevas sensaciones. La luz es reconfortante. Tengo ganas de saltar de alegría, pero no puedo. Mi cuerpo no responde. 
De repente noto algo que golpea mi torso con suavidad desde dentro. Es un latido de mi corazón. Por fin vuelvo a sentirlo. 
Decido dar un paso más en mi ascenso al mundo de los vivos e intento separar los párpados. Parece como si cada uno pesase una tonelada. Tras un enorme esfuerzo lo consigo, pero la luz ciega mis ojos durante varios minutos. Las imágenes no llegan y pienso que estoy ciego. La angustia me vuelve a invadir y mi corazón late más deprisa. Pero a los pocos segundos comienzo a ver colores y formas borrosas que lentamente se vuelven nítidas. Mientras esto ocurre, intento mover los dedos de la mano. No puedo, pero sí que consigo levantar el brazo hacia arriba. Me sobresalto al notar el contacto de una piel desconocida sobre la mía. Intento mover el cuello pero soy incapaz de hacerlo. Dirijo mis ojos hacia el lugar en el que está mi mano y veo que una persona la agarra con fuerza. Noto que mis ojos se llenan de lágrimas por la emoción. Es el primer ser humano que veo en mucho tiempo. Miro a mi alrededor y veo a tres más, los cuatro vestidos de blanco. Mueven los labios, como si estuviesen hablando, pero no oigo nada. Una explosión surge en mis tímpanos y vuelvo a oír. De repente, vuelvo a ser consciente de todo mi cuerpo. Estoy inmóvil sobre una camilla que se mueve velozmente por un pasillo blanco y pulcro. Parece que estoy en un hospital. Los médicos hablan rápido y utilizan palabras que desconozco. Parecen preocupados, pero yo estoy feliz y tranquilo. 
El dolor no tarda en aparecer. Noto que vuelvo a perder la consciencia pero, antes, un ligero pensamiento cruza mi mente: no estoy muerto, estoy vivo.